Por Milagros Santillán.
Lo que el cuerpo calla, el deseo lo dice con sangre.
(inscripción en una pared de baño femenino, Buenos Aires)
Hay cuerpos que se abren y sangran sin morirse.
Y sin embargo, cada mes, la cultura los hace sentir sucios.
La menstruación sigue siendo uno de los últimos tabúes del erotismo. Se habla del sexo “sucio” con naturalidad, pero no del sexo mientras sangramos. Como si la sangre trazara una frontera entre lo deseable y lo impropio, entre lo que puede mostrarse y lo que debe esconderse.
Durante siglos, la sangre menstrual fue signo de impureza, de enfermedad, de debilidad. Las religiones la prohibieron, las publicidades la tiñeron de azul, las escuelas la callaron. Pero el cuerpo no entiende de símbolos patriarcales: el cuerpo sangra, late, se calienta. El deseo no se suspende por calendario.
En la intimidad, muchas personas siguen escondiendo sus toallas, sus copas, sus manchas. O se excusan: “estoy indispuesta”. Qué palabra más reveladora: indispuesta ¿para quién? Porque la mayoría de las veces no es el cuerpo el que no está disponible, sino el imaginario social, que no soporta verlo vivo.
Hay parejas que descubren en el sexo menstrual una experiencia distinta: más húmeda, más intensa, más real. Otras, en cambio, lo evitan, no por rechazo propio sino por la incomodidad heredada del otro. En ambos casos, lo que se juega es una pedagogía del deseo: lo que aprendimos a sentir como “limpio” o “sucio”, “erótico” o “asqueroso”.
El sexo con menstruación no es una moda ni una provocación. Es una forma de reconciliación con el cuerpo, de erotizar lo que siempre se nos enseñó a ocultar. Sangrar y coger —así, sin disimulo— es decirle al mundo que el placer también tiene color.
Porque el deseo —como la sangre— es prueba de vida.

Simplemente, maravilloso