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Democracia con sindrome de burnout

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Por Nadima Pecci. 

Cuarenta y tres años de democracia ininterrumpida. Muchas veces lo escuchamos, lo leímos. La palabra democracia se repite hasta perder el sentido y se usa como adjetivo —“democrático”— que vuelve bueno cualquier sustantivo, o como verbo —“democratizar”— que mejora cualquier acción, sin importar demasiado cuál sea.

Lo cierto es que a nuestro país no le fue fácil sostener tantos años de democracia, si entendemos su sentido etimológico: “gobierno del pueblo”. Pero con el tiempo, como todo, hemos naturalizado su existencia y empezado a perder el valor de lo que significa, al punto de que muchos, muchísimos, ya no cumplen ni con el requisito más mínimo de cualquier democracia: elegir.

Mañana hay elecciones en nuestro país, y por lo tanto hay que ir a votar. No es un capricho. El voto es un derecho, pero también un deber: el compromiso mínimo que debemos asumir con la sociedad en la que vivimos.

Seguramente a quienes fueron a votar en octubre de 1983 no se les ocurrió no participar del acto electoral. Y es lógico, porque se les había privado de ese derecho, y es ahí cuando se empieza a valorar. Por eso esa elección marcó el pico de participación desde el retorno de la democracia hasta hoy, con casi un 87% del padrón.

Desde entonces, la participación fue cayendo. Cuanto más lejos del inicio, mayor el descenso. La muestra más clara fueron las elecciones provinciales de este año, donde en algunos casos la mitad de la gente no fue a votar.

¿De qué nos quejamos entonces? ¿Realmente valoramos la democracia o es solo una expresión de corrección política? ¿Qué puede ser más importante que elegir a quienes toman decisiones sobre cada aspecto de nuestra vida cotidiana? ¿Dejaremos librado a otros decidir quién administra nuestras finanzas personales, nuestra salud, nuestro futuro?

Mientras estamos entretenidos con estímulos que nos dispersan de lo importante, alguien decide, alguien vota una ley, alguien gasta nuestros impuestos.

Que la gente se desentienda de la política conviene a los que se benefician de ella. No es nueva la técnica de mantener ocupados a los ciudadanos: ya los romanos tenían la famosa frase “pan y circo”. A lo largo de los siglos cambió el pan y cambió el circo, pero no el objetivo. En el siglo XX se anestesiaba a la gente con la televisión y programas de baja calidad; hoy son las redes, las pantallas, las que cumplen ese papel. Como el soma en Un mundo feliz de Aldous Huxley, donde ante cualquier situación estresante las personas tomaban una dosis y eran trasladadas a un mundo de satisfacción.

En cualquiera de sus formas, el objetivo es el mismo: distraer de los asuntos importantes a quienes deberían estar comprometidos con ellos, y así evitar que controlen. No por nada no ir a votar no tiene prácticamente sanción, a pesar de ser obligatorio. Ningún político se queja de eso.

Lo más grave es que, desde hace más de cuarenta años, la política —en su peor forma— viene sembrando para recoger estos frutos. La falta de respuestas ante los problemas estructurales generó un hartazgo tan grande que ya no hace falta mucho para que la gente no quiera participar.

Entonces, en las mesas de café se despotrica, en las redes se insulta, pero no se hace nada para cambiar. Que “se rompa todo” o que “se vayan todos” no sirve, porque todo no se va a romper y todos no se van a ir. Y alguien, de todos modos, nos va a gobernar.

La sociedad entró en una especie de procrastinación. Nos conformamos con que haya elecciones periódicas para creer que vivimos en democracia, aunque los gobernantes estén deslegitimados y el poder ya no esté en el pueblo. No porque se lo hayan quitado, sino porque no lo ejerce.

Mañana debemos ir a votar. Elegir con conciencia. Sabiendo que la grieta les sirve a algunos para mantener el statu quo, y que —como decía Martin Luther King— “más que los actos de la gente mala, duele la indiferencia de la gente buena.”

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