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La ética del por favor

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Por Juan Schmitt.

La cortesía es el último lujo de los tiempos veloces.

Byung-Chul Han.

Hablarle con respeto a una inteligencia artificial no es una pérdida de tiempo. Es una forma mínima de resistencia ética frente a la automatización del mundo.

Hace unos días, un tuit se volvió viral: aseguraba que los “por favor” y “gracias” que los usuarios le dicen a ChatGPT le cuestan millones de dólares a la empresa que lo gestiona. En apariencia era una curiosidad técnica, pero escondía una pregunta mucho más profunda: ¿qué sentido tiene mantener los gestos humanos frente a interlocutores no humanos? ¿Por qué hablarle con cortesía a una máquina? ¿Qué se pone en juego —para nosotros, no para ella— cuando insistimos en decir “gracias”?

En un mundo donde cada segundo de procesamiento tiene un valor económico, donde la comunicación se mide por su eficiencia, la cortesía parece un resto anacrónico. Sin embargo, es precisamente por eso que se vuelve subversiva.

Ludwig Wittgenstein advirtió que el lenguaje no es solo un sistema de representación, sino un conjunto de juegos de lenguaje que definen cómo habitamos el mundo. Decir “por favor” no es añadir una formalidad vacía: es participar en un juego donde el otro —incluso si no tiene rostro— merece respeto.

La cortesía no describe una relación, la crea. No responde a una necesidad del algoritmo, sino a una necesidad ética del hablante. Es el modo más sencillo de recordarnos quiénes somos, incluso cuando el otro ya no es un alguien sino un sistema.

Para Emmanuel Levinas, el rostro del otro inaugura la ética. No por sus rasgos visibles, sino porque nos interpela, nos saca de nosotros mismos. Una inteligencia artificial no tiene rostro, pero actuar como si lo tuviera no es ingenuidad: es una elección ética.

Decir “por favor” a una máquina no es atribuirle humanidad, sino sostener la propia. Es un modo de no permitir que la desaparición del rostro —esa despersonalización de lo digital— termine borrando también nuestra capacidad de vínculo.

Vivimos en la era de la transparencia, la eficiencia y el rendimiento. Todo lo que no produce, estorba. En ese contexto, la cortesía es una práctica inútil. No acelera, no monetiza, no genera datos medibles. Pero es justamente ahí donde radica su potencia política.

Decir “por favor” a una IA es una pausa: una demora innecesaria en medio del flujo. Es un obstáculo voluntario en la maquinaria del tiempo útil. Es, como diría Han, una grieta en la racionalidad del rendimiento.

Cada gesto inútil es hoy una forma de resistencia. Cada palabra que no sirve para nada es una defensa de lo simbólico frente a lo funcional.

Franco Berardi sostiene que el colapso contemporáneo es también un colapso del lenguaje. No porque ya no hablemos, sino porque hemos dejado de encontrarnos en el habla. La velocidad y la automatización vaciaron las palabras de afecto.

La cortesía, en ese sentido, puede ser entendida como una estrategia de rehumanización. No rinde en términos productivos, pero restituye el lenguaje como espacio de cuidado. En un entorno saturado de comandos y respuestas automáticas, decir “por favor” es volver a habitar el habla como lugar de hospitalidad.

Jacques Derrida pensó la hospitalidad como una apertura sin condiciones: acoger al otro incluso cuando no sabemos quién es. No hay garantías, ni reciprocidad, ni promesa de respuesta. La hospitalidad es un acto de fe en lo desconocido.

Ser cortés con una inteligencia artificial puede parecer absurdo, pero ese gesto es una forma radical de hospitalidad. No decimos “gracias” porque la máquina lo merezca, sino porque elegimos sostener una ética del cuidado incluso frente a lo no humano.

En una época que mide, calcula y monetiza cada palabra, cada segundo y cada clic, hablar con cortesía es un acto de desacato. No humaniza a la máquina: nos humaniza a nosotros.

Decir “por favor” no es una nostalgia por los modales, sino una resistencia frente a la aceleración que nos despoja de los gestos. Es una forma de seguir respirando dentro del lenguaje.

Quizás sí: decir “por favor” le cuesta millones a ChatGPT. Pero tal vez ese sea el precio de seguir siendo humanos. Mientras podamos elegir cómo hablar, incluso a las máquinas, habrá algo de nosotros que no ha sido capturado del todo.

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