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Con el diario del lunes

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Por Enrico Colombres.

Las elecciones legislativas recientes dejaron una radiografía cruda de la Argentina contemporánea. Más allá de los discursos de ocasión y de los festejos partidarios, el dato duro que debe mirarse sin maquillaje es la participación: de los más de 36 millones de ciudadanos habilitados para votar, apenas un 66 % se presentó a las urnas. Eso significa que más de 12 millones de argentinos decidieron no participar, que la mitad de los jóvenes no sintió incentivo alguno para hacerlo y que el cansancio político se ha vuelto una forma de abstención cívica. Ese número no solo mide votos, mide confianza, mide fe en el sistema.

Esa falta de convocatoria, ese vacío en las urnas, no puede leerse como apatía sin contenido político. En esa ausencia se esconde un mensaje de decepción y desconfianza. La mitad de los ausentes no son indiferentes, son escépticos. Son quienes no encuentran en la oferta electoral un proyecto que los convoque ni una dirigencia que los represente. Y ese grupo silencioso, que parece no existir porque no se cuenta en porcentajes, puede ser determinante en la próxima elección. Si decide volver a las urnas, puede cambiar el rumbo político del país con el mismo peso con el que hoy se lo da por ausente.

El país votó dividido, pero sobre todo frustrado. La mayoría acompañó una propuesta que capitalizó la bronca, la decepción y la sensación de hartazgo frente a un modelo agotado. El oficialismo perdió la iniciativa política y la oposición tradicional no logró encarnar una alternativa creíble. Así emergió el voto libertario como una suerte de grito colectivo, una válvula de escape: una expresión que, más que adhesión ideológica, fue en muchos casos una forma de castigo a todo lo anterior.

Con el diario del lunes, podemos decir que la bronca le ganó a la empatía. Le ganó a la sensibilidad por el otro, a la comprensión de lo que viven millones de compatriotas que no caben en los números del ajuste: jubilados que cobran menos de lo que gastan en medicamentos, personas con discapacidad que pelean cada mes por un trámite que les reconozca lo que por ley les corresponde, docentes que enseñan con salarios de miseria, médicos que sostienen un sistema de salud pública al borde del colapso. También científicos e investigadores que ven cómo se les recortó todo el presupuesto mientras el discurso oficial promete eficiencia a costa del conocimiento nacional.

No se puede negar que el ajuste era necesario en ciertos aspectos. El despilfarro y la corrupción estructural del gasto público exigían una corrección. Pero otra cosa muy distinta es convertir el ajuste en un dogma. Hoy el país se enfrenta a un escenario donde el discurso de la libertad individual se usa para justificar la desprotección colectiva. Y esa es la verdadera paradoja: se votó “libertad” para muchos, pero lo que asoma es una libertad vaciada de sentido, sin Estado, un mercado sin justicia y un futuro sin horizonte claro.

El nuevo Congreso refleja esa tensión. Las fuerzas que lo componen garantizan un delicado equilibrio que convierte al Poder Legislativo en un terreno de negociación permanente. Ningún bloque tiene mayoría absoluta, pero sí hay una nueva geometría política que le asegura al Poder Ejecutivo capacidad de veto en algunos temas y dependencia de pactos en otros. La tan anunciada reforma laboral y las políticas de desregulación económica deberán atravesar ese laberinto parlamentario, donde cada voto tiene precio político y costo social.

Mientras tanto, el país vuelve a mirar hacia el norte en busca de salvación económica. El vínculo con Estados Unidos aparece nuevamente como la tabla de rescate financiero, en un contexto en el que las reservas del Banco Central apenas alcanzan para sostener importaciones básicas. Pero toda ayuda externa viene con condiciones. El endeudamiento, los compromisos con fondos internacionales y las promesas de inversión extranjera suelen llegar atados a exigencias que comprometen soberanía. La historia argentina es pródiga en ejemplos de cómo los “auxilios” terminan hipotecando el futuro.

En medio de este panorama, resurgen las voces que promueven nuevas privatizaciones. Algunos las presentan como modernización, otros como simple liquidación de activos. Lo cierto es que detrás de ese discurso hay una intención clara de transformar el patrimonio nacional en mercancía. En ese lote vuelve a aparecer el nombre de YPF, esa empresa que no solo produce energía, sino que simboliza independencia y control de recursos estratégicos.

Vaca Muerta, con sus gigantescos yacimientos de petróleo y gas, es hoy una de las pocas cartas reales que tiene el país para generar divisas genuinas. Su potencial no se mide solo en barriles o metros cúbicos: se mide en capacidad de desarrollo, en soberanía tecnológica, en puestos de trabajo calificados y en la posibilidad de pagar deuda externa con recursos propios, sin entregar el subsuelo. Privatizar YPF o permitir que intereses privados concentren el control sobre Vaca Muerta sería, lisa y llanamente, amputar la última esperanza de autonomía económica. No hay argumento técnico que justifique semejante suicidio nacional.

La energía no puede ser solo negocio: es estructura de nación. Y cuando se cede ese control, se entrega mucho más que una empresa. Se entrega el poder de decidir sobre el destino del país. La política energética es, en última instancia, una política de soberanía. Sin YPF estatal, sin planificación a largo plazo y sin control público del recurso, la Argentina se condena a ser proveedora barata de materia prima y compradora cara de tecnología extranjera.

Pero si hay algo que este proceso electoral volvió a mostrar, es que el eje decisivo del sufragio argentino sigue siendo el voto peronista disidente. Así lo defino yo: ese sector oscilante que no se siente representado por el kirchnerismo duro ni por el liberalismo económico, y que cada cuatro años decide —por presencia o por ausencia— el destino del país. Fue ese mismo voto el que acompañó a Mauricio Macri en 2015, el que se volcó por Alberto Fernández en 2019 y el que hoy, fragmentado, le permitió al oficialismo libertario alzarse con el triunfo. Esa porción del electorado, compuesta por millones de trabajadores desencantados, jubilados decepcionados y clases medias agotadas, no responde a estructuras partidarias: responde al pulso del bolsillo y al desencanto.

Allí reside, en definitiva, el futuro político de la Argentina: en ese voto disidente y en el no concurrente. En esa porción de ciudadanos que no se sienten representados por nadie, que votan para castigar más que para construir, que cambian de signo político buscando respuestas que no llegan. Si ese sector decide rearticularse, puede definir no solo la próxima elección sino el rumbo institucional del país. Si, en cambio, persisten la fragmentación y el desencanto, el sistema político continuará en manos de minorías intensas que gobiernan con legitimidades menguadas.

El voto de la bronca, sin proyecto ni contención, es una espada de doble filo que, ante la presión, puede cortar una cabeza para cualquiera de los dos lados. Puede servir para castigar a los responsables del deterioro, pero también puede herir a quienes más necesitan del Estado. Y cuando la espada cae, no siempre distingue entre culpables y víctimas. En la presión de ese filo se balancea hoy la Argentina, entre la necesidad de cambio y el riesgo de autodestrucción.

La bronca no construye, apenas destruye. Puede ser un punto de partida, pero nunca un programa. Y eso es lo que hoy está en juego: si esa energía social se transforma en impulso reformista o en catarsis destructiva. El gobierno, fortalecido por los resultados, intentará avanzar con su plan de reformas estructurales. Lo hará con el respaldo de quienes esperan un orden nuevo, pero también con la resistencia de quienes verán amenazados derechos básicos conquistados en décadas de lucha.

La sociedad, mientras tanto, observa. Mira con una mezcla de esperanza y temor: esperanza de que algo cambie de una vez por todas, y temor de que cambie todo para mal. Porque el cambio por sí mismo no garantiza progreso, y el progreso sin equidad termina siendo un privilegio para pocos.

Argentina se encuentra ante una encrucijada histórica, entre el cansancio de un pasado que no supo corregirse y el vértigo de un futuro que promete libertades que muchos no podrán ejercer. Lo que se vote de ahora en más —en el Congreso, en la opinión de la calle, en la conciencia colectiva— definirá si esta etapa será recordada como el inicio de una reconstrucción o como el preludio de una nueva frustración nacional.

El desafío es comprender que ninguna nación se salva desde la revancha. Que el país no puede ser gobernado desde la furia ni desde el desprecio a lo público. Que las reformas necesarias deben construirse sobre justicia, no sobre el despojo. Que no se puede hablar de libertad cuando millones dependen de un Estado que retrocede.

Si algo demuestra esta elección es que la representatividad política está en crisis, pero que aún persiste una sociedad dispuesta a manifestarse. Ese descontento, bien orientado, podría convertirse en el germen de un nuevo civismo, de una ciudadanía que deje de votar por resignación y empiece a exigir rendición de cuentas. Pero si la bronca continúa siendo el único motor, el riesgo es que la democracia se transforme en un plebiscito permanente del enojo.

Y ahí está el peligro. Porque el poder que nace de la furia puede volverse contra quien la desata. La espada de la bronca puede cortar la cabeza de quien la blande. La historia argentina, tantas veces escrita con sangre, lo sabe de sobra. Por eso, antes de celebrar victorias circunstanciales, conviene recordar que los pueblos no se miden por la rabia que expresan, sino por la justicia que logran construir.

El país necesita políticas de Estado, no estados de ánimo. Necesita preservar su energía, su ciencia, su educación y su dignidad. Necesita mirar a Vaca Muerta no como un botín, sino como una oportunidad colectiva. Y necesita entender, de una vez, que la patria no se vende ni se subasta.

Ahora, con el diario del lunes, queda claro que la bronca fue el combustible de una elección que cambiará el rumbo del país. Pero todavía estamos a tiempo de decidir si ese combustible servirá para movernos hacia adelante, cual maquinaria de progreso, o para prender fuego lo poco que queda en pie.

3 COMENTARIOS

  1. La verdad me gusta leer tu columna .con una gran verdad .sobre estás elecciones.donde creo que votaron al único candidato postulado y como puesto x obligación .no sé si la gente está conforme .pero lo cierto es que se dice que lo eligieron.solo pedir que gobierne con justicia verdad y mejoras en todo.excente tu comentario .Enrico

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