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Divide y vencerás

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Por Enrico Colombres. 

La verdadera derrota de un pueblo comienza cuando deja de defender lo que es de todos.

Rocco Carbone.

El punto de partida para comprender este tiempo no está en los mercados ni en las encuestas, aunque podemos tomar como referencia el pensamiento de Rocco Carbone: filósofo y analista político italiano, naturalizado argentino, dedicado al estudio del poder mafioso, la filosofía de la cultura y los procesos políticos de América Latina. Desde ese lugar incomoda a todo poder, porque no ve al gobierno actual como una simple expresión de derecha, sino como algo más profundo y peligroso. Carbone sostiene que no se busca destruir el Estado en sí, sino el Estado de lo social, de lo público, de lo común. Es decir, se quiere desmantelar la universidad pública, la escuela pública, el hospital público, la vereda que nadie posee pero todos recorren. Se quiere transformar lo que pertenece a todos en un negocio para unos pocos. Y lo más inquietante es que ni siquiera se trata de favorecer a la burguesía local, sino a una aristocracia tecnológica, financiera, monopólica y global, sin rostro ni territorio.

Carbone estudia el poder mafioso como una estructura cultural y política. Algunos dicen que la palabra mafia surge de la frase “Morte Ai Francesi Italia Anela” —Italia desea la muerte a los franceses—; otros afirman que proviene del término toscano maffia, que significa miseria. Más allá de su exactitud histórica, ambas explicaciones revelan algo central: violencia, resentimiento y humillación convertida en poder. La mafia no se impone donde el Estado es fuerte, sino donde se retira o está ausente. No aparece donde reina la justicia, sino donde crece la necesidad. Es una forma de organización que ocupa el vacío, que reemplaza la ley por el miedo y el vínculo social por la obediencia.

Desde ahí se entiende mejor lo que ocurre hoy en las villas y en el narcotráfico, aun cuando este discurso logra permear y seducir votantes en esas mismas zonas. El relato oficial celebra la libertad, pero esa libertad parece consistir únicamente en la posibilidad de comprar, vender, acumular y sobrevivir por cuenta propia. Lo social estorba porque supone comunidad y pertenencia; lo público molesta porque limita el negocio. Se repite que el Estado fue secuestrado por una casta —crítica que puede tener algo de verdad—, pero lo que se propone como alternativa no es justicia, sino desmantelamiento. No se busca mejorar la educación, se busca arancelarla. No se intenta modernizar la salud, se pretende privatizarla. No se corrige el gasto público, se elimina. No se combate la burocracia, se destruye la idea misma de derechos. Bajo el disfraz de la libertad, se ejecuta un plan de vaciamiento que abre la puerta a nuevos dueños sin bandera.

Desde la óptica crítica que venimos explorando sobre el vínculo entre Estado, tecnología, capitalismo y poder, el plan de reforma laboral que se impulsa en Argentina se revela como una pieza central de la estrategia para transformar lo que hoy llamamos trabajo digno en mera mercancía. Bajo la bandera de la “flexibilidad” se pretende que los contratos colectivos queden obsoletos, que la jornada laboral sana se diluya, que la indemnización por despido pierda su fuerza y que el registro laboral se convierta en algo residual. Un gobierno que proclama la libertad impulsa una reforma que busca reducir la antigüedad como protección, habilitar acuerdos por empresa en lugar de por rama de actividad, permitir fraccionar vacaciones y extender horarios con el pretexto de la productividad. En ese marco, el trabajador se vuelve prescindible, la empresa cliente, y el salario un costo variable. Esta reforma no surge de un reclamo ciudadano, sino de un diseño que garantiza que los beneficios fluyan hacia el capitalismo más crudo, mientras el ejercicio de derechos se convierte en excepción. No es un ajuste técnico, sino una ofensiva estructural: se debilitan los sindicatos, se fragmenta la negociación colectiva, se flexibiliza el despido y se normaliza la precariedad laboral. Cuando lo común del trabajo se degrada a contrato temporal y el descanso deja de ser derecho para volverse opción empresarial, lo que se vulnera no es solo el bienestar del trabajador, sino la idea misma de una vida digna compartida.

Carbone insiste en que esto no encaja del todo en las categorías tradicionales de derecha o ultraderecha. Lo llama fascismo latente: un fenómeno que nunca desapareció del todo. No requiere uniformes ni desfiles. Hoy se presenta con memes, slogans y promesas de mercado. El fascismo moderno no grita “patria o muerte”, sino “eficiencia y libertad”. Pero opera desde el odio. Aristóteles decía que el odio no se cura porque no busca compensación, sino eliminación. Quien odia no quiere justicia, quiere desaparecer al otro. Y cuando un gobierno hace del odio una herramienta de poder, el vínculo social se rompe. Ya no hay adversarios, hay enemigos. Ya no hay ciudadanos, hay ganadores y perdedores. Ya no hay comunidad, hay sobrevivientes.

El discurso político actual se sostiene sobre la burla al pobre, el escarnio al docente, el desprecio por el artista, el insulto al científico y el ataque al periodista. No es solo violencia verbal: es una estrategia. Se busca aislar al otro hasta volverlo inerme. Se demoniza lo público para justificar su entrega. Se ridiculiza la solidaridad para que nadie se atreva a ejercerla. Se hace del éxito individual una religión y de la empatía una debilidad. En ese marco, el poder no necesita censurar, porque logra que los propios ciudadanos se conviertan en fiscales del pensamiento ajeno.

Al mismo tiempo, emerge un Estado bajo otra forma. No desaparece: se reconvierte. Pasa de ser garante de derechos a ser garante de negocios. Ya no regula para proteger al débil, sino para asegurar que nada frene al fuerte. Se digitaliza, se automatiza, se tecnocratiza. El ciudadano deja de ser sujeto de derecho para convertirse en dato, perfil, cliente o riesgo crediticio. La identidad se convierte en número; el acceso a servicios, en algoritmo. El control ya no se ejerce con censura o fuerza, sino mediante plataformas que administran la vida cotidiana. Lo público se vuelve interfaz. El poder ya no necesita bayonetas: le basta el consentimiento pasivo.

El odio cumple otra función clave: desactiva la posibilidad de resistencia. Un pueblo dividido es un pueblo más fácil de colonizar. Carbone sostiene que cuanto más debilitado esté el lazo social, más colonizables nos volvemos. Y eso parece estar ocurriendo. Mientras discutimos entre pobres si el otro merece o no una ayuda social, se entregan los recursos naturales a empresas extranjeras. Mientras se acusa a un docente de ser un parásito, se desfinancia la universidad que educa a millones. Mientras se ridiculiza la ciencia pública, se firman contratos que hipotecan el agua, el litio y los bosques. La verdadera batalla no es cultural, es material: se decide quién será dueño del futuro y quién quedará al margen.

Pero esta lógica necesita un territorio experimental, un espacio donde se pueda probar qué sucede cuando todo se privatiza. Argentina se ha convertido en ese laboratorio, un país observado para verificar si es posible destruir lo común sin que se produzca un estallido inmediato. Se experimenta con un pueblo que vota entre el hartazgo y la esperanza, que cree que dinamitarlo todo puede ser una forma de renacer. No advierte que los efectos no serán solo económicos, sino también culturales y espirituales. Porque cuando se destruye lo público, no solo se pierde educación o salud: se pierde identidad, historia, pertenencia. Se pierde la noción de que hay cosas que no se compran ni se venden.

El capitalismo financiero y tecnológico no busca solo recursos, busca subjetividades. Necesita individuos aislados, conectados solo por pantallas y deudas. Necesita que el otro sea un obstáculo y no un hermano. Necesita que la patria sea una empresa y no una comunidad. Y necesita que aceptemos que la única verdad es el mercado, que la vida es una guerra y no un derecho, que la justicia es un costo y no un valor, que el Estado no debe cuidar sino retirarse, que el futuro ya no se construye, se alquila.

Frente a todo esto, Carbone no propone nostalgia. No idealiza un Estado perfecto que nunca existió. Advierte que hay una lucha por lo común. Y que esa lucha no se libra solo en elecciones, sino en cada gesto cotidiano: en no aceptar que el odio sea el lenguaje de lo público, en no permitir que la miseria se vuelva paisaje, en defender la escuela aunque no tengas hijos, el hospital aunque no estés enfermo, la universidad aunque no hayas pasado por sus aulas. En recordar que lo común no es caridad: es derecho. Y que un pueblo sin lo común se convierte en tierra de nadie.

El final no puede ser cómodo, porque lo incómodo es lo que obliga a pensar. Entonces la pregunta es directa: ¿vamos a seguir entregando lo público a cambio de una falsa promesa de libertad individual? ¿Vamos a aceptar que la patria se transforme en un negocio donde el que no compra no existe? ¿Vamos a callar mientras el odio vacía lo que generaciones construyeron con esfuerzo y solidaridad? Tal vez todavía haya tiempo. O tal vez no. Pero si elegimos el silencio, si miramos para otro lado, entonces no podremos decir que no sabíamos. Sí sabíamos. Y aun así elegimos no hacer nada. Y ahí, en ese acto de resignación, empieza la verdadera derrota de un pueblo.

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