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El despertar del espíritu y la fe que habita en todo

Publicado el

Por María José Mazzocato.

El Tao que puede ser nombrado no es el Tao eterno.

Lao Tsé.

Hay una verdad silenciosa que atraviesa todos los tiempos, donde el espíritu humano no despierta en el ruido de las certezas, sino en el temblor de las preguntas. No hay una sola puerta hacia lo sagrado, ni un único lenguaje para lo invisible. Cada cultura, cada religión, cada búsqueda ha sido una forma de acercarse al mismo misterio, el de comprender que somos finitud habitando el infinito.

En Japón, esta mirada se transformó en estética. El wabi-sabi, la belleza de lo imperfecto; el ma, el espacio entre las cosas; el iki, la elegancia de lo efímero. Todas son expresiones del Tao traducidas a sensibilidad. Despertar el espíritu no significa trascender el mundo, sino percibir su profundidad en lo más cotidiano, sentir en lo profundo, habitar la amabilidad y descubrirla en las cosas mas cptidianas

La fe – esa palabra tantas veces desgastada – no pertenece a una doctrina. Es una vibración ancestral que se encarna en distintos gestos, desde el rezo, la meditación, el canto, el silencio, el mirar. La fe no exige creencia, sino que pide presencia. Y cuando esa presencia ocurre, cuando la mirada se aquieta y el alma se entrega, algo se abre, el espíritu.

Despertar el espíritu no significa escapar del mundo, sino habitarlo con más conciencia. No es una promesa de salvación futura, sino un ejercicio de atención en el ahora. En el instante. En la respiración. En lo que somos y en lo que dejamos de ser.

En cada tradición – del monje budista al místico cristiano, del sufí danzante al chamán que conversa con el bosque – existe la intuición de que lo divino no está lejos. Está en el movimiento mismo de la vida. En esa intuición, las diferencias se disuelven, y ya no hay religiones enfrentadas, sino múltiples formas de nombrar una misma certeza interior.

El espíritu, cuando despierta, no pregunta por etiquetas, no distingue entre dioses o nombres. Sabe que el fuego que arde en uno es el mismo que arde en todos. Que la vida, incluso en su fragilidad, es una expresión del todo. Y que la fe no es un refugio ante la muerte, sino una celebración de la existencia.

El pensamiento contemporáneo, tantas veces extraviado entre la razón y la productividad, nos enseñó a fragmentar el sentido. Aprendimos a dividir lo espiritual de lo material, la ciencia de la fe, el cuerpo del alma. Pero el despertar del espíritu consiste justamente en deshacer esas separaciones. Entender que lo espiritual no está fuera de lo humano, sino dentro de él. Que la contemplación también es política, que el silencio también es resistencia, y que la ternura es una forma de sabiduría, la empatía es la comprensión del espíritu.

Todo – absolutamente todo – puede ser una forma de fe. El gesto de cuidar, de agradecer, de mirar con asombro. La fe no siempre se pronuncia, a veces se respira, se manifiesta en la compasión, en el arte, en el deseo de comprender. Incluso en la duda, porque dudar también es una forma de creer; creer que todavía hay algo por descubrir.

Las religiones, las filosofías, las prácticas espirituales son mapas distintos hacia un mismo territorio. Ninguno lo agota. Ninguno tiene la última palabra. En mi propio camino, la mirada del Tao – esa sabiduría que invita a fluir sin forzar, a existir sin dominar – me enseñó que el espíritu no necesita conquistar nada, sino solo recordar. Recordar que somos parte del todo, y que el todo respira en nosotros.

El despertar, entonces, no ocurre en el momento en que alcanzamos una verdad, sino cuando aceptamos que no hay una sola. Cuando dejamos de buscar el cielo afuera y lo reconocemos en lo que hacemos, en cómo amamos, en cómo miramos al otro.

Quizás la fe del futuro sea esa, la de una fe que une, que escucha, que comprende. Una fe que no impone nombres, sino que celebra los encuentros. Una fe sin fronteras, que habita lo humano sin miedo a lo divino, y lo divino sin miedo a lo humano.

Porque despertar el espíritu no es elevarse, sino descender,es volver al corazón, a la raíz, a lo esencial, comprender que estamos hechos del mismo tejido que las estrellas, del mismo silencio que sostiene al universo. Y que en esa comunión – con los otros, con la tierra, con la vida – está el sentido más profundo de existir.

No hay dogma en eso, solo una profunda gratitud, por el aire que entra, por el amanecer que insiste, por el cuerpo que siente, por el alma que aún busca.

Y tal vez esa búsqueda – esa obstinada fe en el todo – sea el verdadero despertar del espíritu, entendiendo que nunca dejamos de formar parte de algo más grande.

 

1 COMENTARIO

  1. Estimada licenciada, respeto estos escritos, pienso que debe quedarse en estos temas, aunque aún así descubro mas de usted, expresando desdén por las otras religiones.

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