Por Juan Benz.
La verdadera crisis no es que el mundo se desmorone, sino que ya no sabemos cómo nombrarlo.
Walter Benjamin.
Hay épocas en las que no se quiebra el mundo, sino la gramática que lo sostenía. Lo que hoy colapsa no es una institución ni un partido: colapsa el idioma que nos permitía orientarnos. Y cuando se derrumba el lenguaje, todo lo demás es espuma.
La Escuela de Frankfurt lo advirtió en un tiempo que todavía creía en sus propias palabras:
la modernidad no fracasa por exceso de razón, sino por su automatización.
Adorno y Horkheimer lo llamaron “razón instrumental”: una especie de inteligencia amputada, capaz de producirlo todo menos sentido. Vivimos dentro de esa maquinaria. La llamamos política, educación, comunicación. En realidad, son sistemas que ya no dialogan con nadie: solo reproducen su propio ruido.
Benjamin, que vio antes que nadie el destino de la experiencia, escribió que la modernidad había vaciado la vivencia humana hasta convertirla en un choque continuo. Hoy ese choque es permanente. Un niño atraviesa más estímulos en un día que lo que cualquier adulto del siglo XX soportaba en un año. La percepción se volvió un campo minado. No hay pausa, no hay demora, no hay reposo.
Y sin demora, no hay pensamiento.
Boris Groys empujó esa intuición al extremo:
no vivimos en una cultura de la información, sino en una cultura de la sobreexposición.
Todo quiere ser visto, nada quiere ser comprendido. El mundo se volvió un museo sin sala de reserva: todo exhibido, todo simultáneo, todo urgente. En ese vértigo, la política se convierte en escenografía de baja resolución. Posan, se imitan, se repiten. Discuten palabras que ya no significan nada.
Éric Sadin completa el diagnóstico:
el poder del siglo XXI no busca obediencia; busca delegación perceptiva.
No quiere que creas en algo: quiere que dejes de mirar por tus propios medios.
La automatización ya no reemplaza al trabajo: reemplaza la sensibilidad.
El juicio humano es el verdadero territorio arrasado.
Por eso digo que no estamos frente a una crisis política, sino frente a un derrumbe semántico.
Las palabras “verdad”, “educación”, “futuro”, “democracia” no fueron refutadas: fueron vaciadas. Se convirtieron en envases sin contenido, que cada actor llena con la mercancía de turno. Lo que se erosiona no es el concepto: es la posibilidad misma de significado.
Y la educación —ese viejo intento de transmitir mundo— no está fallando por mala gestión: está fallando porque intenta formar sensibilidades que ya no existen. Los chicos no están distraídos: están gobernados por una gramática perceptiva que la institución ni siquiera entiende. La escuela habla en AM; ellos viven en ultrasonido.
El conocimiento, que alguna vez descendía como estructura, hoy circula como corriente eléctrica: sin jerarquías, sin legitimidad, sin densidad. Todo afirma algo y todo se desmiente al instante. No hay autoridad posible en un ecosistema donde nada dura más que la notificación siguiente.
Así se produce el síntoma:
la realidad cambió de idioma
y nosotros seguimos pronunciando palabras muertas.
Algunos piden un “reinicio”.
Pero reiniciar supone que todavía controlamos la máquina.
Ilusión adolescente.
La máquina corre sola; lo humano llega tarde y con la batería baja.
Lo que necesitamos no es reiniciar nada.
Es reconquistar el derecho a mirar sin ser programados.
Una insurgencia perceptiva.
Una resistencia interior.
Un gesto humano en un tiempo que ya no lo es.
El verdadero cambio de época no es que el mundo empeoró.
Es que dejó de hablarnos en un idioma que pudiéramos descifrar.
Y nosotros seguimos preguntando con palabras que ya no abren ninguna puerta.
La pregunta, entonces, tiene filo existencial:
¿Podremos seguir siendo humanos en un mundo que dejó de hablarnos como humanos?
