Por Fabricio Falcucci.
La prisa es la máscara de una época que teme mirarse por dentro.
Anonimo.
Cuando el año se acelera, los libros detienen el ruido
El tramo final del año no se presenta, irrumpe. Ese periodo concentra en pocos días lo que quedó pendiente durante meses y despliega una intensidad propia que sorprende incluso a quienes llevan la agenda al día. Las oficinas y las aulas doblan su ritmo, los buzones se llenan de notificaciones y se multiplican los compromisos sociales que durante el resto del año podían posponerse. Al mismo tiempo, las revisiones, los balances y la exigencia de “cerrar” proyectos generan una sensación de última oportunidad que acelera decisiones y activa culpas postergadas. Es un clima general que empuja hacia afuera —más reuniones, más encuentros, más trámites— mientras adentro se percibe una cuenta regresiva que consume recursos emocionales y cognitivos.
Esa tensión tiene raíces prácticas, pero también simbólicas. Culturalmente, el cierre de ciclo implica balances morales: evaluar lo logrado frente a lo abandonado y, además, inscribirse bien en la narrativa pública del fin de año —acudir a eventos, compartir fotos, enviar saludos—. A eso se suman urgencias invisibles, como reconciliaciones pendientes o la administración de afectos en familia. Psicológicamente, la acumulación sostenida de demandas reduce la reserva atencional: la fatiga no es solo física, es también una dispersión del foco, una disminución de la capacidad para sostener proyectos de largo aliento. Diciembre, entonces, no es simplemente un mes: es una gramática social que nos exige justificar cada minuto de productividad, incluso cuando la energía ya no alcanza.
Frente a ese panorama, hay gestos que funcionan como correcciones mínimas pero eficaces. Abrir un libro es uno de los más sencillos y, a la vez, de los más radicales: no detiene la agenda, pero reorganiza la percepción del tiempo. La lectura no opera como una máquina de evasión; actúa como un regulador interno. Cuando aceptamos seguir la cadencia de un texto, la urgencia externa pierde parte de su tiranía y la mente recupera un ritmo propio. Esa recuperación tiene efectos concretos: reduce la sensación de fragmentación, mejora la concentración y facilita una reposición emocional que, aunque discreta, influye en cómo afrontamos las obligaciones que permanecen.
Los libros que elegimos funcionan como instrumentos distintos para ese propósito. Hay lecturas que actúan como remedio breve —una novela corta o un volumen de ensayos para leer en fragmentos— y otras que exigen una atención sostenida, capaces de desplazar el calendario al ritmo de su propia lógica.
La tregua, de Mario Benedetti, por ejemplo, no compite con la agenda: restituye la atención a los instantes, muestra que ciertas pausas no solo son placenteras sino necesarias. El túnel, de Ernesto Sábato, trae la intensidad de la introspección y obliga a una lectura más lenta, justamente lo opuesto a la vorágine de diciembre. En terrenos más fantásticos, La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, propone una temporalidad alternativa que invita a desacelerar para desentrañar su enigma. Hesse, en Demian, vuelve la mirada hacia el interior como forma de resistencia a lo externo; y las observaciones fragmentarias de El libro de la almohada, de Sei Shōnagon, ofrecen trozos de calma para quienes necesitan pequeñas ventanas de respiro.
La literatura contemporánea también aporta variantes útiles: la voz intensa y comunitaria de Las malas, de Camila Sosa Villada, reclama una lectura afectiva y libre de apuros; la arquitectura narrativa de Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez, impone un paso lento que no puede ser apurado sin traicionar su atmósfera; María Gainza, en El nervio óptico, convierte la reflexión sobre arte en una práctica de observación que frena el impulso ansioso; Cabrera Infante, con su mapa del exilio, suspende los relojes sociales; y Pedro Mairal, en La uruguaya, muestra que incluso una confesión veloz puede transformarse en un espacio para la introspección y la pausa.
Más que escoger “los mejores” libros, el punto es identificar qué ritmo necesitamos: lo breve y fragmentario, o el relato que obliga a detenerse. La lectura es un espejo del propio estado interno: si el año nos partió en pedazos, tal vez convenga un libro que también pueda leerse en pedazos. Si diciembre impone un vértigo que no es propio, entonces conviene un libro que fuerce otra respiración.
Leer en esas semanas funciona también como un acto social en sentido inverso. Mientras aumentan los rituales colectivos, la lectura instala una disciplina íntima que traza una frontera entre lo público y lo propio. No es aislamiento: es una estrategia para sostener la autonomía de la atención. Y tiene consecuencias prácticas: quien recupera un fragmento de tranquilidad se entrega menos a la prisa que prioriza el trámite sobre la reflexión, y gana la posibilidad de tomar decisiones menos reactivas. En términos organizativos, leer permite recomponer la agenda mental, priorizar con claridad, identificar lo no negociable y reconocer lo que puede esperar.
Por supuesto, no se trata de romantizar la lectura como panacea. No reemplaza terapias, ni resuelve conflictos complejos ni convierte en milagro profesional lo que depende de políticas públicas o redistribuciones de carga doméstica. Pero sí es un recurso accesible y significativo: no exige más inversión que un rato al día y, bien usado, puede mejorar la calidad del cierre del año. La recomendación es simple: reservar espacios concretos de lectura —quince minutos después de la cena o un capítulo antes de dormir—, elegir textos según el ritmo que se necesita y tratar esa pausa como una tarea más, pero con un objetivo distinto: restituir, no consumir.
Cerrar el año con lucidez exige decisiones pequeñas y repetidas. Tomar un libro es una de ellas. En un contexto donde todo acelera, pausar deliberadamente es una forma de recuperar la agenda. Elegir qué leer es elegir desde dónde queremos llegar al próximo comienzo: con la atención más presente, con la mente más ordenada y con un ritmo que vuelva a ser propio, no impuesto.

Está muy bien escrito el artículo. Me encanta esa combinación de lo importante con pautas cotidianas.
Excelente Fabricio! Te recomiendo Haruki Murakami, mi favorito. En todas sus obras el personaje principal escapa de la rutina. Se recluye cual cuaresma en el desierto y vuelve para vivir nuevas aventuras que la rutina no les permita ver. Excelente articulo
Hermosa reflexión Dr. gracias por siempre brindar su calidez con estas columnas llenas de riqueza!
Muy lindo análisis de libros, algunos clásicos y otros modernos . Y sí, leer es la pausa ideal en nuestras vidas. Grande Fabricio !
Excelente comentario,linda forma de pausar tu vida al menos por un momento
Excelente y atrapante tus notas, unas mejor que otras ,sin desperdicios
Excelente perspectiva. Sumaria la lectura de NO- COSAS, quiebres del mundo de hoy, de Byung Chul Hal. Habla de una «política del tiempo», de la importancia existencial de la lentitud y la pausa, para hacer historia, y memoria. De lo contrario nos sumimos en una adición de experiencias efímeras, short/reel, vertiginoso y vacíaos…que sólo nos dejan » un almacenamiento de datos» , que llegaron para retirarse.