Por Victoria Emilse Rodríguez.
El éxito del poder depende de cuánto logra ocultarse.
Michel Foucault.
Durante gran parte del siglo XX, el poder se exhibía sin pudor. Tenía la forma de la ley, del Estado, de la represión visible. Era un poder que ordenaba, vigilaba y castigaba. No necesitaba seducir: le bastaba con hacerse temer. Ese mundo ya no existe. El siglo XXI inauguró un paisaje distinto, más amable en la superficie, más sofisticado en su profundidad. Hoy el poder no vigila: te observa. No reprime: te halaga. No se impone: se ofrece. El poder dejó de ser una estructura vertical y se convirtió en un flujo de atención. Dejó de disciplinar desde afuera para modelar desde adentro. Y en esa transición —silenciosa, emocional, digital— se transformó también nuestra manera de elegir, seguir y consumir liderazgos.
En América Latina, donde la política siempre se vivió como cuerpo, pasión y relato, esta metamorfosis fue inmediata. Ya no basta con gobernar: hay que capturar deseo. Ya no importa la institución: importa la identidad. El líder no es solo un representante: es un personaje. Su poder no reside únicamente en lo que dice, sino en lo que provoca. La política dejó de ser un discurso y se volvió un espectáculo; dejó de ser un sistema y se volvió un algoritmo. Y en ese algoritmo —caprichoso, fragmentario, emocional— se juega hoy la legitimidad.
Orwell imaginó el futuro como vigilancia. Huxley lo imaginó como placer. Ambos tenían razón, pero incompleta. El presente es una síntesis: el control ya no necesita la fuerza del Gran Hermano ni la dulzura del soma. Le basta con administrar atención. Te muestra lo que querés ver antes de que lo quieras. Te da la ilusión de elección mientras recorta tus opciones. Te promete libertad mientras diseña tus deseos. Somos vigilados sin ser perseguidos y complacidos sin ser felices. No obedecemos por miedo ni por anestesia: obedecemos por hábito, por participación, por estar ahí.
Las redes sociales terminaron de sellar esta mutación. El algoritmo se volvió el nuevo soberano: decide a quién escuchamos, qué nos indigna, qué nos conmueve, qué nos repele. Decide, incluso, a quién seguimos llamando “líder”. La autoridad se volvió métrica. La verdad, una tendencia. El carisma, un filtro. El político dejó de hablarle al ciudadano y empezó a hablarle al usuario: ese ser sin tiempo, sin silencio, sin contexto. Y nosotros, fascinados por nuestra propia exposición, entregamos algo más que datos: entregamos voluntad.
En este ecosistema, el liderazgo latinoamericano encontró un terreno fértil para su mutación. Milei es producto y productor del algoritmo: no gobierna solo con decretos, sino con gestos virales, performances disruptivas y un imaginario de rebeldía que se consume como si fuera una marca. Bukele, por su lado, entendió que la autoridad en tiempos digitales no se legitima solo con resultados: se legitima con estética tecnológica. Gobernar desde Twitter no es un gesto improvisado: es un método. Es la versión centroamericana del “Gran Hermano amable”: un control que se presenta como transparencia, una vigilancia que se presenta como modernidad.
Claudia Sheinbaum muestra el reverso complementario: un liderazgo que mezcla técnica y emocionalidad, procedimiento y cercanía. Es el híbrido perfecto para una era que no se decide entre la razón institucional y la seducción digital. Trump, en cambio, es el extremo: el político convertido en influencer político total. Su éxito demuestra que el poder ya no se basa en convencer, sino en generar pertenencia —o rechazo— a gran escala. El algoritmo lo alimenta porque entiende su lógica: dividir también es engagement.
Foucault explicó que el poder modela cuerpos y conductas. Byung-Chul Han mostró que hoy modela emociones y rendimiento. Sadin advirtió que los humanos dejamos de ser sujetos para convertirnos en datos: piezas dentro de un sistema que predice nuestras reacciones antes de que las tengamos. Y es en esa convergencia donde se produce la verdadera transformación del liderazgo: ya no mandan los líderes, mandan las plataformas que los sostienen. Ellos solo interpretan el papel que el algoritmo premia.
Por eso la pregunta de época no es “¿quién gobierna?” sino “¿qué gobierna?”. Los líderes latinoamericanos no son solo beneficiarios del algoritmo: son sus operadores. Su poder se alimenta de la emocionalidad que despiertan. La adhesión ya no es ideológica, es afectiva. La política se volvió consumo y el líder, un producto al que se sigue, se critica, se replica, se comparte. El ciudadano del siglo XXI ya no vota únicamente en las urnas: vota todos los días con cada clic. La democracia se transformó en una coreografía de estímulos donde la atención vale más que la razón.
Pero incluso en este paisaje saturado de imágenes, sigue existiendo una grieta. Todo poder que seduce corre el riesgo de desgastarse en su propio brillo. Todo algoritmo que predice se vuelve repetitivo. Toda narrativa personal se agota cuando la realidad irrumpe. La saturación puede generar el silencio; la emoción constante puede generar el hartazgo; la exposición permanente puede generar la fuga. La pregunta es si esa fisura será aprovechada para volver a narrar la política como proyecto, o si también será capitalizada por el mismo espectáculo que la produjo.
Tal vez el desafío de nuestro tiempo no sea elegir entre control o libertad, sino recuperar la capacidad de mirar más allá de la pantallas. Recuperar una política que no sea solo un flujo emocional sino un horizonte compartido. Volver a pensar sin la urgencia de “estar al día”, volver a escuchar sin el algoritmo como intermediario. Volver a narrar, incluso, sin buscar viralidad. Porque mientras sigamos consumiendo líderes como si fueran series, también seremos consumidos por la lógica que los crea. Y si no volvemos a contar nuestra historia, alguien —o algo— la seguirá escribiendo por nosotros.
