Por Rodrigo F. Soriano.
Desde muy pequeño, cuando en el colegio donde asistía recibía la educación católica apostólica romana, nunca pude comprender lo que significa el “Temor de Dios”, tomado a este como un “Don” del Espíritu Santo. Porqué habría que temerle a la fuente de amor más importante, y quizá única, que tenemos los seres humanos. Recién en 5to grado una profesora, a quien llamamos como “Señorita” (tampoco entendí porqué se le dice señoritas a las profesoras del primario), me explicó que en el contexto bíblico significaba un profundo respecto reverencial, sumisión y adoración hacia Dios, y no debía entenderlo como un miedo que podría paralizarme. De todas maneras, sigue luciendo una contradicción hablar de “temor” y de fuente de “amor”.
Esta misma sensación surgió en las últimas semanas en la República Argentina. Parto de la premisa que lo más importante (de lo menos importante) es el fútbol. En el fútbol nos mostramos como sociedad, decimos quienes somos, qué es lo que nos da alegría, qué es lo que nos motiva, qué los que no queremos y mostramos repulsión.
Para aquellos que no estuvieron al tanto, el fútbol argentino hoy estaría bajo el manto de sospecha de manejos corruptos, que serían orquestado por su presidente, quien daría las ordenes para que los árbitros fallen a favor de ciertos equipos, los que sorpresivamente se encuentran en competencia cuando en su historia ni siquiera pertenecían a la primera categoría. También se le otorgó el campeonato a Rosario Central por haber sido el equipo que más puntos logró en la tabla anual, sin haberse convenido previo a comenzar el año que tal copa se encontraba en juego. Algunos sospechan que podría ser un “mimo” que Claudio “Chiqui” Tapia le quería hacer a Ángel “Fideo” Di Maria por su gentileza en retornar al fútbol argentino.
El caudillismo en la AFA no nos sorprende. Con Julio Grondona lo vivíamos antes. Tal es así que se comenta que al fallecido presidente de la AFA se le tenía un “miedo reverencial”. Se lo trataba de “Don Julio”, y cada decisión debía ser validada por él. Todo se centraba en él. Al parecer, en la actualidad sería igual pero con Chiqui. Existe en el ambiente un “temor reverencial”, un “Temor de Chiqui”. Claro, cualquier acto de rebeldía se traduce en fallos arbitrales en contra, y cada partido parece ir cuesta arriba por cuestiones que no van desde el orden futbolístico. Solamente remitiéndonos al ejemplo de Gimnasia de Jujuy se puede graficar: El presidente fue a quejarse por malas decisiones del árbitro Comesaña, quien las consideró amenazantes, y se le dio por perdido 3 a 0 el partido. Así, de un plumazo.
Pero no me quiero detener sólo en el fútbol. Hoy el fútbol argentino se encuentra en crisis por su bajo nivel, tanto así, que los más niños prefieren al Barcelona o al Real Madrid, antes que cualquier equipo local. Es triste. Quiero referirme que todas las instituciones se mueven en base al miedo: el poder legislativo, el poder judicial, el poder ejecutivo, y cualquier otro orden de la vida.
Es un miedo que se tiñe de tibieza, que no hace ruido porque de lo contrario se configuraría una acto de rebeldía. Hoy, se debe mantener un perfil bajo y obediente. Es un miedo que aprendió a vestirse de cordialidad institucional, de formalismo prolijo, del “como usted diga, señor”. Y que, en esa docilidad, se definió la manera en que funcionan, o dejan de funcionar nuestras instituciones.
El caso del fútbol es apenas la fábula más fácil de contar. La sombra de Chiqui Tapia es útil como metáfora porque tiene la potencia de lo obvio: un caudillo rodeado de dirigentes que lo ven como quien mira un faro en alta mar. No por admiración, sino por supervivencia. Pero sería un error creer que la historia es sobre él. Tapia no es el monstruo. Es el síntoma.
El verdadero drama es que este país aprendió a obedecer antes de pensar. Aplaudir cuando hay que aplaudir, callar cuando hay que callar, retroceder cuando el poder avanza.
Y lo más inquietante no es Tapia. Es el reflejo automático con el que el resto acepta el juego. Presidentes de clubes que se comportan como intendentes de pueblo chico: temen quedar afuera del reparto, del favor, del arbitraje oportuno, de la designación que evita el escándalo. Se mueven con esa prudencia con la que uno camina sobre un piso recién encerado: sabiendo que un resbalón puede costarte el campeonato… o la categoría.
El fútbol argentino, que supo ser el territorio más salvaje y democrático del país –donde cualquier cuadro humilde podía arruinarle la tarde al poderoso– hoy parece una réplica exacta de nuestra enfermedad nacional: la dificultad para vivir sin un patrón. Tapia es apenas la imagen disponible de algo más profundo: el miedo a que la libertad implique riesgo, y el deseo infantil de que alguien más ordene el caos. A cambio de obediencia, claro.
Hay quienes dicen que esto es política. Yo creo que es falta de coraje. Perder la categoría es lo peor que a un hincha del fútbol le puede pasar. Pero prefiero ese castigo, que la cobardía. Los clubes votan como si les costara la vida, opinan bajito, negocian como quien pide permiso. No hay debate, no hay oposición real, no hay proyecto colectivo. Y cuando la democracia no se ejercita, pasa lo de siempre: aparece un caudillo que lee el vacío y se instala en el centro del tablero.
Lo tremendo de todo es que a Tapia ni siquiera se le exija que sea hábil en su rol. Julio Grondona al menos era una persona muy hábil para manejarse. Al Chiqui le alcanza que los demás lo pongan en el pedestal del poder. El temor reverencial sostiene más poder que cualquier reglamento. Y en ese clima, nadie se anima a decir lo obvio: que un fútbol sin instituciones fuertes es un país en miniatura. Un país que ya no se anima a disentir, que prefiere acomodarse, que aprendió a vivir en la lógica del dedazo.
Y esto pasa en todos los órdenes de la vida, hasta en lo más inocente: No existen congresos académicos con disensos. Antes se sentaban mano a mano a debatir Cossio contra Kelsen. Hoy si no se escribe lo que la academia considera correcto, por suerte que dejan que el disidente se inscriba como oyente. Y esto no se traduce en crecimiento, sino en una pobreza chata que lleva solo a la desidia.
Pasamos de un país que idolatra al 10 que gambeteaba a las trincheras inglesas, con el relato de recuperar lo que nos pertenecía, aunque sea como una venganza simbólica. De aquel 10 que aún teniéndolo todo daba la cara por los que más necesitaban, como los jubilados. Aquel 10 que con la camiseta argentina era imparable. Hoy ser como aquel 10, es “vivirla demasiado”, es sinónimo de vergüenza. Porque sentir ya no es admitido, hay que quedarse callados, y obedecer, sino perdés el partido.
Y entonces uno se pregunta: ¿cuándo fue que dejamos de jugar la democracia? ¿En qué momento aceptamos que el miedo administre el fixture? ¿Cuándo decidimos que lo normal es que un solo hombre concentre lo que debería ser plural?
Quizás la respuesta sea más simple de lo que parece: dejamos de creer que la democracia sirve para algo. Y cuando un valor pierde valor, lo reemplaza un caudillo. En el fútbol. En la política. En la vida.

Lamentablemente, si no estamos del lado del que «conviene», no llegamos a nada y si algo le puedo reconocer al Diego, es que se le plantaba a quien sea y hacía saber y valer lo que pensaba y defendía. Hoy tristemente, y desde hace mucho, estamos rodeados de «seca nucas» que no se animan.