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El régimen al borde de la caída

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Por María José Mazzocato.

Los poderosos hacen la historia a su gusto; los demás cargan con ella.

Eduardo Galenano. 

En noviembre de 2025, Venezuela vuelve a ocupar el centro de la geopolítica hemisférica, atrapada entre la presión militar y diplomática de Estados Unidos y la resistencia desesperada del régimen de Nicolás Maduro, que intenta sostenerse en medio de un colapso económico, social e institucional. La presencia del portaaviones USS Gerald R. Ford en el Caribe, acompañado de destructores, submarinos y aeronaves furtivas bajo el paraguas de la operación “Southern Spear”, marca un giro dramático en la política estadounidense hacia Caracas. Oficialmente, la Casa Blanca define este despliegue como parte de una ofensiva contra el narcotráfico regional, pero en el trasfondo subyace un objetivo político explícito, erosionar las bases del régimen madurista y precipitar su caída. La retórica no es nueva; sí lo es la intensidad con la que se ejecuta.

El gobierno estadounidense sostiene que altos mandos civiles y militares venezolanos participan en redes de narcotráfico coordinadas por el llamado Cartel de los Soles, una estructura que habría facilitado durante años el tránsito de cocaína hacia Norteamérica y Europa. Bajo esa acusación, Washington designó recientemente al Cartel de los Soles como organización terrorista extranjera, abriendo el camino a acciones militares directas y legales en el plano internacional. Esta consideración, jurídicamente contundente, otorga a Estados Unidos un margen de maniobra muy amplio para operaciones que, aunque justificadas públicamente como parte de una guerra contra el crimen transnacional, tienen un alto impacto político y estratégico sobre Venezuela. Mientras tanto, medios vinculados a agencias de inteligencia y análisis militar insisten en que la administración norteamericana persigue objetivos de más largo aliento, y ya sabemos que es asegurar la transición post-Maduro y reordenar, bajo su tutela, el futuro político del país.

Del otro lado, el chavismo reacciona con una mezcla de victimización y amenaza. Maduro no solo denunció al despliegue naval como un intento de “cambio de régimen por la fuerza”, sino que ordenó movilizar cuerpos paramilitares y milicias civiles, advirtiendo que Venezuela está dispuesta a convertirse en “una república en armas” si Estados Unidos avanza más allá del bloqueo marítimo y las operaciones de interceptación. En esa lógica, el gobierno venezolano revive una narrativa antiimperialista que ha sido una de sus banderas históricas, la de un país asediado por el poder hegemónico del norte, obligado a resistir en defensa de su soberanía. Ese discurso conecta, por supuesto, con una tradición más amplia de la política latinoamericana, que encuentra su raíz en la Doctrina Monroe, formulada en 1823, cuando Estados Unidos se autoproclamó garante del continente frente a las potencias europeas. Sin embargo, esa doctrina  nacida como una declaración defensiva – pronto se transformó en una legitimación de intervenciones, invasiones y operaciones encubiertas que, con el correr de las décadas, consolidaron a América Latina como el “patio trasero” de Washington.

Hoy, casi dos siglos después, la Doctrina Monroe reaparece en la narrativa de los hechos como un fantasma del pasado que vuelve a justificación del presente. Bajo el paraguas del combate al narcotráfico, Estados Unidos proyecta poder militar sobre el Caribe y América del Sur, recordando a muchos los episodios más oscuros de las intervenciones del siglo XX. La idea de que la seguridad hemisférica depende de la acción unilateral de Washington es incompatible con cualquier concepción contemporánea de soberanía regional; sin embargo, sigue operando como marco mental y jurídico que habilita decisiones de fuerza. Esta continuidad histórica resulta inquietante, donde revela que, pese al paso del tiempo y los cambios en la diplomacia global, las lógicas de dominio y control se mantienen sorprendentemente intactas.

Pero sería un error simplificar la situación y reducirla a un mero enfrentamiento entre un imperio arrogante y un gobierno latinoamericano soberano. La crisis interna de Venezuela es profunda, dolorosa y estructural. Desde hace años, el país vive una devastación económica sin precedentes, combinada con represión política, corrupción endémica, destrucción institucional y colapso de los servicios públicos. Cerca de ocho millones de personas requieren asistencia humanitaria; millones han emigrado; un porcentaje significativo de los hogares carece de agua potable, electricidad estable o acceso a alimentos. La crisis no es propaganda; es realidad. En este contexto, no es extraño que muchos venezolanos – y una parte importante de la opinión pública internacional -vean cualquier intervención externa como una posible vía de salida ante un régimen que consideran ilegítimo y responsable del deterioro de sus vidas.

Allí se encuentra el centro de la polarización global: el mundo se ha dividido entre quienes apoyan la caída inmediata de Maduro, aunque ello implique la intervención activa de potencias extranjeras, y quienes consideran que esa intervención representa una amenaza gravísima para la soberanía latinoamericana, un precedente peligroso con resonancias coloniales. Los primeros sostienen que el régimen madurista no caerá por sí solo y que cualquier presión externa – incluido el uso de la fuerza -es moralmente justificable para liberar a un pueblo sometido. Los segundos alertan que el remedio puede ser peor que la enfermedad: los procesos de intervención extranjera en América Latina han dejado, históricamente, dictaduras, guerras civiles y Estados frágiles. Temen que Venezuela pueda convertirse en una nueva pieza dentro de un tablero geopolítico que responde a intereses externos más que a necesidades internas.

Mientras tanto, los riesgos de una escalada militar son reales. Un conflicto abierto entre Estados Unidos y Venezuela tendría consecuencias imprevisibles, desde el estallido de violencia interna hasta una crisis humanitaria exacerbada, pasando por el riesgo de que potencias rivales – o actores no estatales – intervengan en busca de influencia o recursos. Además, el uso creciente de operaciones encubiertas, sanciones extremas y presiones diplomáticas recuerda los peores capítulos del intervencionismo del siglo XX, cuando la estabilidad regional era una variable subordinada a los intereses estratégicos globales.

En esta encrucijada, lo urgente es pensar salidas que no reproduzcan los esquemas de dominación ni legitiman la represión interna. Venezuela necesita una transición democrática real, pero esa transición no puede nacer únicamente del fuego. Debe surgir de un proceso soberano, acompañado – no dirigido – por la comunidad internacional, que priorice la vida, la justicia y la reconstrucción social. La región se enfrenta al desafío de evitar que la Doctrina Monroe vuelva a escribirse en la práctica, mientras se reconoce que el régimen de Maduro ha demostrado una incapacidad absoluta para garantizar bienestar, democracia y derechos.

El destino de Venezuela no debería decidirse en portaaviones ni en despachos extranjeros, pero tampoco puede quedar atrapado indefinidamente en las manos de un gobierno que ignora el sufrimiento de su población. Entre la intervención y el autoritarismo, el desafío es construir una tercera vía, una salida política auténtica, negociada, regional y soberana. Solo así Venezuela podrá dejar atrás este capítulo oscuro y comenzar a escribir uno nuevo, sin tutelas externas y sin los fantasmas de un régimen que ya mostró todo lo que tenía para mostrar.

 

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