Por Fernando Crivelli Posse.
Quien no es fiel a lo esencial, terminará traicionándose a sí mismo.
Goethe.
Si el artículo anterior expuso la enfermedad, este aborda la cura. Y toda cura que pretenda ser eficaz debe ser frontal, radical y sin concesiones: sin las medias tintas que anestesiaron a la República, sin los paños fríos que disfrazaron la decadencia de estabilidad, sin la prudencia cómplice que, en nombre del consenso, preservó lo único que verdaderamente se quería resguardar: la impunidad. La corrupción institucional no es una desviación ética ni un exceso burocrático; es la negación misma del pacto republicano que permite a un país existir como comunidad política. Cuando se infiltra en el Estado, no irrumpe como error administrativo, sino como una enfermedad moral que avanza de manera silenciosa y precisa, destruyendo la confianza pública, vaciando las instituciones, tergiversando el sentido de la ley y comprometiendo el futuro común. Su mayor peligro reside en su capacidad de convertirse en sistema: una práctica habitual, eficaz y protegida que disuelve la arquitectura moral de la República.
El efecto de lo aludido es devastador. Cada apropiación indebida del erario público hipoteca la educación de los niños, debilita la salud de los vulnerables, pulveriza la infraestructura, expulsa el mérito y clausura la movilidad social. No se evapora dinero: se evapora porvenir. La corrupción institucional tiene esta naturaleza trágica -el ciudadano casi nunca ve al corrupto, pero siempre paga el precio de su delito- y ese precio se traduce en un deterioro estructural de las condiciones de vida. Cuando desaparece un fondo destinado a una obra, desaparece un puente, un aula, un hospital, un barrio entero de posibilidades. Por eso es una forma de injusticia sistémica, una violencia silenciosa que castiga con precariedad a quienes jamás participaron del delito.
La corrupción no solo destruye la moral pública: destruye la economía real. Un país que tolera o relativiza la corrupción se vuelve impredecible para quien quiere invertir, producir y generar empleo. No puede existir verdadera seguridad jurídica en un entorno donde la ley se negocia, la discrecionalidad impera y la opacidad domina. Y sin seguridad jurídica no hay inversión, y sin inversión no hay trabajo, ni salarios dignos, ni recaudación suficiente para sostener un sistema de previsión social que asegure vejez digna, salud accesible y protección para los más vulnerables. La corrupción institucional coloca al trabajador en una cadena descendente que comienza con un soborno y termina con un sueldo que no alcanza, una jubilación asfixiada y un país que no logra despegar.
El ciudadano suele creer que la corrupción se manifiesta en episodios: un juez que prevarica, un funcionario que cobra coimas, un político que direcciona licitaciones, un empleado público que manipula expedientes, un empresario que pacta retornos. Pero esos delitos -prevaricato, peculado, cohecho, malversación de fondos, tráfico de influencias, administración fraudulenta, abuso de autoridad, negociaciones incompatibles, enriquecimiento ilícito y todos los que componen las figuras contra la administración pública y el orden constitucional- no son simples infracciones penales: son formas de traición al Estado. Y una traición al Estado es, en su esencia, una traición a la patria. Porque el Estado es la herramienta del pueblo; robarle es robarnos a todos.
Lo más pernicioso es lo que no se ve. La corrupción institucional opera como una red que distorsiona decisiones, encarece servicios, manipula sentencias, destruye controles, disuelve la meritocracia, diluye la igualdad ante la ley y convierte al aparato estatal en un organismo torcido, lento y a veces directamente inútil. Las consecuencias son inmediatas: transporte deficiente, inflación crónica, hospitales colapsados, salarios que se achican, jubilaciones que no alcanzan ni para comprar remedios, impuestos que suben, barrios sin servicios básicos, jóvenes sin futuro. La corrupción institucional es regresiva: empobrece más al pobre, desalienta más al honesto y expulsa más al talentoso que decide emigrar. Es un impuesto clandestino que todos pagan sin haberlo consentido.
La corrupción institucional destruye el alma pública porque instala una pedagogía del cinismo: enseña que todo es negociable, que la ley se dobla, que el poder compra impunidad, que la virtud es ingenuidad y que la astucia criminal es una forma de inteligencia. Esa pedagogía perversa erosiona en silencio el carácter de un país. Una Nación puede sobrevivir a una crisis económica; difícilmente se recupere de la pérdida de su moral pública.
Por eso la verdadera reconstrucción nacional exige reformar de raíz el régimen jurídico que regula los delitos contra la administración pública y contra el orden constitucional. La supervivencia de la República depende de que estos delitos sean tratados como lo que son: crímenes de altísima gravedad porque destruyen el fundamento mismo del orden político. Un país no puede seguir abordándolos como irregularidades administrativas o travesuras sofisticadas. La primera medida indispensable es impedir que la traición al Estado prescriba. Ninguna de sus consecuencias prescribe: tampoco debería prescribir el delito. La imprescriptibilidad no es venganza, es una afirmación moral: no habrá refugio en el tiempo para quien degradó al Estado. Una República que permite que la corrupción caduque es una República que renuncia a su propia memoria y razón de ser.
La transformación también exige una redefinición punitiva acorde con la magnitud del daño. No tiene sentido que un ciudadano común reciba un castigo mayor por robar un celular que quien manipula sentencias, altera licitaciones o negocia influencias. La corrupción institucional destruye el orden republicano desde adentro; las sanciones deben reflejar esa gravedad sistémica. Un crimen que afecta a millones debe tener un castigo proporcional a su impacto. A ello debe sumarse un principio republicano elemental: quien traiciona al Estado pierde el derecho de servirlo. La inhabilitación perpetua para ejercer cargos vinculados al manejo de fondos públicos o decisiones administrativas no es una severidad excesiva, sino una medida de higiene institucional.
La recuperación de activos resulta igualmente imprescindible: la extinción de dominio plena, autónoma y eficiente garantiza que ningún funcionario conserve un peso cuya procedencia no pueda justificar. Nada degrada más el sentido de justicia que ver al corrupto enriquecido y al ciudadano honesto empobrecido. La transparencia, por su parte, debe convertirse en regla y no en excepción. La digitalización absoluta del funcionamiento estatal -licitaciones, expedientes, contrataciones, pagos, movimientos presupuestarios- es el mejor antídoto contra el soborno. La luz del escrutinio público es la muerte del delito.
Pero aun con leyes estrictas, nada será suficiente si los organismos de control no son realmente autónomos, con financiamiento blindado, designación meritocrática y capacidad de auditar sin pedir permiso ni temer represalias. Un sistema de control subordinado al poder que debe vigilar es una contradicción lógica que solo alimenta la impunidad. Y ningún Estado que aspire a la integridad puede descuidar la formación ética de sus funcionarios: la técnica sin moral es apenas una forma sofisticada de decadencia.
En este contexto emerge una responsabilidad crucial: la de los legisladores. Ellos no solo representan al pueblo; encarnan, en cada sesión, la dignidad institucional de la República. Son ellos quienes deben elevar la vara moral del país, no rebajarla. Su deber no es proteger a los poderosos de turno, sino blindar al ciudadano común de los abusos del poder. El día en que el Congreso decida defender a su pueblo por encima de cualquier cálculo partidario, el día en que envíe el mensaje inequívoco de que la República se ama, se respeta y se honra, ese día la Argentina iniciará una transformación real. Una Nación cambia cuando cambian sus leyes, pero renace cuando cambian sus prioridades.
Cuando estas reformas se encarnen, la República no solo habrá modificado su legislación: habrá iniciado la reconstrucción de su futuro. El país despertará de décadas de malas gestiones, corrupción institucionalizada y premios a quien se presta al juego perverso de la deshonestidad pública. El día en que tratemos la corrupción estatal como el crimen devastador que es; el día en que el Estado se niegue a proteger a quienes lo traicionan; el día en que la ley deje de temer al poderoso y el poderoso deje de burlarse de la ley, ese día la República volverá a respirar. Y entonces la Argentina podrá crecer no solo en lo económico, sino también en lo moral, en lo social, en lo cultural y en lo generacional.
La corrupción no es un destino inevitable: es una elección, del mismo modo que lo es la integridad. Una Nación renace cuando decide que su moral no está en venta y que el porvenir de sus hijos no es moneda de negociación. El día en que la Argentina entienda que la honestidad no es una aspiración romántica, sino un principio irrenunciable de supervivencia colectiva, ese día podrá afirmar -sin temblor ni cinismo- que ha elegido levantarse. Porque los países se salvan o se pierden en sus instituciones, y la nuestra aún puede ser rescatada si la ley vuelve a ser frontera y la decencia vuelve a ser norma. Y que no se olvide, como advirtió la primera espada de la República: quien se atreva a mancillar el pabellón, sentirá el peso de la espada.
Continuará…
