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El préstamo que nunca llegó

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Por Enrico Colombres.

Las ciudades no se hunden: se dejan caer.

Ítalo Calvino.

Se cayó el préstamo de Estados Unidos. Así, de un día para el otro, sin el dramatismo que ameritaba, sin la honestidad política que correspondía y sin el reconocimiento explícito de que el Gobierno construyó buena parte de su campaña sobre una promesa que nunca terminó de existir. Fue el gran acto de fe del oficialismo: pedirle a la ciudadanía paciencia, sacrificio y confianza porque “la plata venía en camino”.

Ahora sabemos que ese camino no tenía destino.

El préstamo no llegó, no llegará, y lo que queda es un país que vuelve a enfrentarse a su propia intemperie. Con un sistema económico exhausto, una sociedad saturada, tensiones sociales en aumento y la pregunta que ninguno de los protagonistas quiere formular en voz alta: ¿cuánto pesó esta ilusión financiera en la victoria electoral del Gobierno?

Porque, nos guste o no, muchos votaron con la expectativa de que el respaldo estadounidense sería la llave para abrir la puerta del crecimiento. La política oficial jugó a instalar la idea de que el ajuste era un mal necesario, pero temporal; un puente duro, pero inevitable, hacia un futuro más estable. Y ese futuro estaba atado a un desembolso que, en teoría, venía a fortalecer reservas, acomodar expectativas y garantizar gobernabilidad.

Hoy, sin ese desembolso, el Gobierno queda desnudo frente a su propio discurso. Y, lo que es peor, queda expuesto a la mirada de una sociedad que empieza a sentir que las promesas se están agotando más rápido que la paciencia.

Mientras tanto, en España ya hablan de recesión. Esa noticia, que en principio parece lejana, tiene repercusiones directas sobre nuestro país: un mundo que se enfría no invierte. Un mundo que se repliega no toma riesgos. Un mundo que mira hacia adentro deja de apostar por economías inestables, con reglas difusas y con un clima social a punto de estallar.

En otras palabras, si no llegó el préstamo, menos van a llegar las inversiones.
Y si no llegan las inversiones, difícilmente el Gobierno pueda avanzar sin resistencia sobre su agenda de reformas estructurales.

El relato de que “el capital vendrá cuando vea un país más flexible, más moderno y más competitivo” no convence a nadie que conozca el paño argentino. El capital no se enamora de discursos, se enamora de certezas. Y la Argentina de hoy ofrece casi todo lo contrario: conflictividad sindical en aumento, tensión social contenida, descontento laboral generalizado, caída del salario real, paritarias que no cierran ni cerrarán, empleo en retroceso y una pobreza que deja de ser estadística para convertirse en rutina.

El sistema laboral es el espejo de la crisis: paritarias que corren siempre detrás de una inflación indomable, gremios alertas ante la posibilidad de perder derechos históricos, trabajadores exhaustos después de años de retroceso salarial y empresas que no saben si resistir, cerrar o despedir. Nada en ese clima habilita reformas sensatas ni discusiones racionales.

Y, aun así, el Gobierno insiste en avanzar sobre una reforma laboral profunda. Una reforma que, por más razonable o necesaria que pueda ser en partes, llega en el peor contexto imaginable: con el bolsillo destruido, con la calle caliente, con la confianza desplomada y con un panorama económico que ya nadie puede relativizar.

Porque acá está el punto que jode: la reforma laboral no se evalúa en abstracto. No se debate en una tormenta de ideas. Se discute en el barro de un país donde la mitad de la población no llega a fin de mes. Y cuando el trabajo es un privilegio, cualquier reforma que implique “ajuste”, “flexibilidad” o “competitividad” se interpreta como una amenaza existencial.

Y los gremios lo saben. Por eso se están rearmando, por eso están midiendo tiempos, por eso están leyendo el clima social. Porque todo indica que la discusión que se viene no será técnica: será política y será de fuerza.

El Gobierno quiere avanzar, los gremios no están dispuestos a ceder, la sociedad está cansada pero no anestesiada, y los inversores, observando todo esto, hacen exactamente lo que se esperaba: esperan algo que no sabemos qué es.

Esperan a que pase la tormenta, esperan a ver quién gana la pulseada, esperan a ver si el Gobierno mantiene autoridad o si la realidad se los lleva puestos.

Hoy la Argentina es un país que aprendió a caminar entre ruinas sin darse cuenta de que estaba en un gran problema que se reitera constantemente, cual loop. Cada día es una repetición del anterior, como si la historia estuviera condenada a reciclar sus errores hasta que la gente los tome como una especie de tradición cultural. La crisis dejó de ser una anomalía para convertirse en parte del paisaje: una cordillera más, un río marrón más, una estación del año que no figura en el calendario pero que condiciona todas las demás. Vivimos en la temporada permanente del “aguantá un poco más”, una consigna nacional tan vacía como persistente.

La decadencia argentina tiene un rasgo que la distingue del resto del mundo: su constancia. Aquí el deterioro no es un accidente, es un proceso administrado. Se retrocede con método, se fracasa con prolijidad, se desmantela lo público con maquillaje de modernización y se humilla a los ciudadanos con un tono pedagógico, como si encima debieran agradecer que los están empobreciendo con eficiencia contable. Y lo más curioso es que la población ya no se sorprende: gira la cabeza, comenta, suelta un insulto al pasar, paga las consecuencias y sigue caminando, como quien acepta que la mugre en la vereda es parte del paisaje con aroma nacional.

Pero las ruinas no se hicieron solas. Hay responsables, aunque en este país todos se especializan en la coartada perfecta. El poder político se transformó en una especie de teatro ambulante donde los actores repiten los mismos papeles desde hace décadas, cambiando apenas el vestuario. No gobiernan: administran expectativas. No conducen: dosifican decepciones. No proponen futuro: redistribuyen la culpa. La dirigencia vive en un ecosistema donde el fracaso no cuesta nada y, por lo tanto, se vuelve un recurso renovable. En Argentina, fracasar da fueros.

Del otro lado, la sociedad: esa masa de ciudadanos que se enorgullece de su astucia, de su capacidad para sobrevivir, de su supuesta viveza, como si la inteligencia consistiera en engañar al sistema, aunque después se queje de vivir en un país ingobernable. Argentina creó un ciudadano que se siente víctima, pero actuó durante años como si fuera espectador. Y ahora que la función se volvió insoportable, descubre que estuvo dentro del elenco todo el tiempo. Pero es tarde: ya se acostumbró a su propia impotencia.

El problema no es que la gente no confíe en el Estado; el problema es que ya no confía en sí misma. Las discusiones públicas se volvieron una coreografía repetida donde nadie escucha, nadie aprende, nadie cambia. Todos creen tener razón, pero nadie tiene argumentos. Se consumen noticias como se consume comida ultraprocesada: rápido, sin pensar, sin verificar, sin digerir. Y así se forma una ciudadanía saturada de indignación pero vacía de sustancia. Un país donde todo genera opiniones intensas y nada genera acciones concretas.

Por eso, cuando se habla de participación ciudadana, de compromiso cívico o de responsabilidad social, muchos reaccionan como si se les pidiera un sacrificio heroico. Ir a votar, informarse mínimamente, involucrarse en lo común… todo parece un esfuerzo excesivo para una población que naturalizó la idea de que “nada va a cambiar”. Esa frase es la lápida más grande de la Argentina contemporánea. Es la consagración del derrotismo disfrazado de realismo. Y aunque parezca apenas un lamento repetido, es la semilla de la renuncia colectiva.

En ese caldo de cultivo prospera cualquier cosa: reformas improvisadas, promesas de modernización que esconden precarización, experimentos laborales que se venden como revolución pero huelen a retroceso. La reforma laboral que pretende instalarse bajo el pretexto de “poner a la Argentina en el siglo XXI” no es más que una relectura prolija de la flexibilización permanente, presentada con un lenguaje nuevo para un país que siempre termina aceptando menos derechos a cambio de ilusiones de productividad. Se castiga al trabajador para salvar al empresario, se erosiona la protección para estimular el empleo, se ajusta “hacia abajo” porque hacia arriba no hay coraje político.

El absurdo se vuelve casi poético: un país que no genera trabajo propone solucionarlo desprotegiendo a los que todavía trabajan. Argentina siempre encuentra la forma de dinamitar el puente mientras lo cruza. Y lo trágico es que una parte de la población aplaude eso, no por convicción sino por desesperación. Hay sectores que aceptan perder derechos porque hace tanto tiempo que no imaginan el futuro que solo quieren que el presente duela un poco menos.

La dirigencia explota esa desesperación para avanzar sin resistencia. Cada gobierno, sin importar la bandera, se dedica a desmontar lo que el anterior hizo mal, para luego reemplazarlo por algo que también estará mal y que el próximo volverá a desmontar. Es una cadena de inutilidad tan previsible que ya parece una institución nacional. Somos un país que quiere reconstruir sus ruinas con materiales recién adquiridos para generar escombros nuevos.

Mientras tanto, el ciudadano mira, comenta, se queja, protesta a medias, se indigna selectivamente y después vuelve a su rutina. No entiende que la resignación también es una elección política. Que el “yo no me meto” es la herramienta más poderosa que tiene el poder para seguir haciendo lo que quiere. Que la apatía es el combustible de la decadencia. Y que la desmovilización no es natural: es inducida, fabricada, administrada. Nos convencieron de que la política es para otros cuando, en realidad, la política se alimenta de la retirada de la sociedad.

La Argentina de hoy es un país agotado de sí mismo. Ya no le alcanzan las metáforas para describir su declive. El pesimismo dejó de ser un síntoma para convertirse en identidad. Hay jóvenes que planifican su vida con el aeropuerto como horizonte, adultos que viven endeudados como respiración, jubilados que sienten que su existencia es una especie de trámite administrativo. El país produce frustración en serie.

Y, sin embargo —porque siempre hay una excusa— seguimos funcionando. Compramos, vendemos, trabajamos, conversamos, votamos, insultamos, soñamos a medias. Argentina es una máquina de supervivencia, pero sobrevivir no es vivir. Y ahí está el punto que nadie quiere enfrentar: no se trata solo de la clase política, del Estado o del sistema económico. Se trata de nosotros. De cómo fuimos domesticados para aceptar que lo posible siempre es mediocre, que lo deseable es utópico y que lo intolerable es “lo que hay”. Ya no imaginamos lo que podría ser; apenas intentamos soportar lo que es.

Y cuando una sociedad deja de imaginar, deja de existir. Lo demás es inercia institucional.

Hay un momento, sin embargo, en el que todo país debe mirarse sin maquillaje. Y Argentina está llegando a ese punto. El espejismo se agota, los espejitos de colores ya los compramos todos y las excusas empiezan a repetirse; los discursos ya no convencen ni a quienes los pronuncian. Y en esa intemperie conceptual aparece la verdad incómoda: no estamos así por mala suerte ni por conspiraciones ni por enemigos externos. Estamos así porque durante décadas fuimos tolerando pequeñas renuncias que ahora se volvieron gigantescas. Nos convencieron de que no teníamos poder y terminamos actuando como si fuera cierto.

El verdadero drama argentino no es económico: es moral. Y no es moral en un sentido conservador, sino en un sentido cívico. Se perdió la noción de responsabilidad compartida, se rompió la idea de proyecto colectivo, se diluyó la convicción de que un país es una tarea permanente y no un servicio que se consume. Una ciudadanía cansada es la mejor aliada de cualquier poder que quiera avanzar sin controles. Y nosotros estamos siendo funcionales a ese plan porque estamos exhaustos.

Ahora viene la parte incómoda.

Si la Argentina sigue así, no va a colapsar por obra de un gobierno inepto o de una élite insensible. Va a colapsar por la sociedad entera, porque fuimos nosotros los que dejamos de defender lo que nos corresponde. La decadencia no es una tragedia: es una renuncia. El país no se cae; lo dejamos caer. Y cuando llegue el momento de reconstruir, si es que llega, la pregunta no será quién nos destruyó, sino quién tuvo el coraje de admitir que la destrucción la permitimos entre todos.

Ese será el juicio final de nuestra generación: reconocer que la nación no murió porque la mataron, sino porque la dejamos morir.

 

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