La hora sexta: crónica de la acedia moderna
Por Hugo Robles Lama.
El oído no tiene párpado / Lucrecia Martel.
Se dice, con esa ligereza que solo el paso de los siglos otorga, que el tiempo lo cura todo. Pero hay ciertas heridas, ciertos abismos conceptuales, que persisten no como fantasmas sino como patrones. Uno de ellos, acaso el más sutil y pertinaz de los demonios, es el que asalta al hombre justo en el cenit del día: el Daemonium Meridianum. No es la oscuridad lo que nos paraliza; es la luz más áspera, la que nos encuentra sin sombra, a la hora sexta, cuando la jornada debería estar en su pico de fervor.
El resumen que tengo ante mí, pulcro y académico, traza la cartografía de este demonio del mediodía, un concepto que mutó de la amenaza física (insolación o plaga, el miq-qeteb yashud tsohorayim del Salmo 91) a la entidad espiritual (daimonion mesembrinon), hasta convertirse en la quintaesencia de la acedia en el monacato egipcio. Evagrio Póntico, un hombre que conocía la textura del hastío en la arena, lo describió con una precisión clínica que haría sonrojar a cualquier psicopatólogo moderno: distorsión del tiempo, aversión por el lugar (horror loci), una súbita parálisis de la voluntad.
¿Qué tiene que ver la crisis mística de un anacoreta del siglo IV con el parpadeo constante de la pantalla que nos consume hoy? Todo. En su núcleo, el daemonium siempre fue un problema de ficción y atención. Es el momento en que la mente, fatigada por la repetición y el aislamiento, empieza a escribir una ficción propia: la vida es inútil, el trabajo no tiene sentido, el bien espiritual es una carga. Esa ficción autodestructiva, producida a plena luz, es la que paraliza.
Y lo que los Padres del Desierto descubrieron por necesidad de supervivencia en el desierto es que el estado afectivo negativo, la acedia, no se combate con teología, sino con proto-psicología. Su protocolo de intervención es deslumbrante en su pragmatismo: Labor Manual para la activación conductual, Estabilidad del Lugar como rechazo a la evitación, ambos inmersos en el pragmatismo, el acto fundamental de la Antirrhēsis. Esto es, refutar activamente el pensamiento obsesivo (logismoi) con una afirmación (una Escritura) que lo contradiga. La Antirrhēsis no es otra cosa que la reestructuración cognitiva llevada a cabo por un monje que, en el 380 d.C., entendió que para cambiar la realidad, antes debía cambiar la ficción que lo habitaba. Debía imponer un nuevo patrón programático de conducta sobre el patrón de la parálisis.
Pero si el monje antiguo enfrentaba la acedia en la soledad de su celda, el hombre moderno la enfrenta en el ruido estridente del cumplimiento. Nuestro hastío ya no es solo interno; es una náusea que viene de la certeza de que ya hemos visto esta película.
Es en este punto donde la cineasta Lucrecia Martel, con esa lucidez implacable que suele tener el artista que se ha sentado a observar el mundo sin parpadear, coloca el dedo en la llaga de nuestra angustia contemporánea. Ella lo dice sin vueltas, y su voz debe resonar en este silencio artificial que llamamos siglo XXI:
“Les digo esto a ver si les suena:
-Robots de aspecto humano que ponen en peligro los trabajos y la existencia de lo humano.
-La vigilancia (todo esto es la ciencia ficción del siglo pasado) Vigilancia 24/7 de los ciudadanos.
-Imposibilidad de distinguir realidad de invención digital.
-Contaminación.
-Expediciones espaciales a ver si logramos salvar a la población.
Todo lo que nos está pasando, lo habíamos visto en las películas, en los libros.
Parte de lo que nos pasa, de esa angustia loca de nuestro tiempo…¡es que la profecía se cumplió!
Y ahora yo digo ¿No será que la profecía genera el cumplimiento?
Como no tenemos muchas chances como especie y nos quedan pocos tiros para hacer, yo propongo que consideremos inventar, con el cine, con la literatura, con el teatro, con el micro relato de las redes…
Inventemos el futuro para que dentro de 100 años las cosas estén un poco mejor.
Nosotros tenemos la responsabilidad y la maravilla que nuestro trabajo es inventar el mundo, inventar el futuro”.
Martel pone nombre a nuestro gran mal: la profecía autocumplida gestada por la ficción. Las distopías que leímos en el siglo pasado no fueron meras advertencias; fueron instructivos, patrones de diseño. Funcionaron como un manual técnico para el desastre, un software que la humanidad, con su admirable capacidad para la literalidad, se dedicó a ejecutar. La ficción como patrón programático de conducta no es una metáfora; es la arquitectura psíquica que subyace al miedo a los robots, a la obsesión por la vigilancia total. Tememos ese mundo de mentira digital y al temerlo, escribirlo y filmarlo, le dimos existencia, lo dotamos de una ontología inevitable.
El problema, entonces, ha cambiado de lugar. Ya no se trata de un monje en el desierto combatiendo una tristitia de bono spirituali (tristeza ante el bien espiritual), sino de una especie entera paralizada por el peso de su propia imaginación apocalíptica. La acedia moderna no es la falta de creencia, sino el exceso de certeza en un final gris que nos hemos autoimpuesto.
Por eso, el llamado de Martel a la invención es también un llamado a la Antirrhēsis colectiva, por un cine posible. Un cine, una literatura, un arte que actúe como un contra-patrón. Si la ficción del siglo XX nos programó para el colapso, la ficción del siglo XXI debe programarnos para la supervivencia, o, mejor aún, para la alegría.
La responsabilidad del artista, del narrador, del inventor de mundos, se vuelve existencial. Si, como descubrió Evagrio, la cura para la parálisis del mediodía está en imponer un comportamiento deliberado (el trabajo, la rutina) y corregir la ficción interna (la Antirrhēsis), entonces la cura para la parálisis planetaria está en inventar un patrón programático de conducta que sea luminoso y no distópico. Debemos dejar de ensayar la ficción del fin del mundo y empezar a ensayar la ficción de su delicado renacer.
Necesitamos, con urgencia de especie, que los nuevos logismoi de la cultura no sean los del colapso inminente, sino los de la solución improbable, los de la utopía pequeña y posible. Solo así, cambiando el patrón de la ficción que rige nuestra atención, podremos desactivar la vieja profecía autocumplida y quizás, solo quizás, ganar el mediodía.
