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Crecer bajo la intemperie digital

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Por Fabricio Falcucci.

Las redes sociales se volvieron un escenario donde la infancia convive con estímulos pensados para mentes adultas. Cada día aparece una nueva secuencia de imágenes, sonidos y mensajes que buscan retener la atención sin detenerse a considerar que hay chicos y chicas del otro lado. En ese territorio acelerado, donde las notificaciones fragmentan el tiempo y el afecto parece medirse en “me gusta”, los más jóvenes crecen dentro de una arquitectura diseñada para intereses que no siempre coinciden con los suyos. Las dinámicas familiares cambiaron de forma silenciosa, tanto como las conversaciones escolares y los modos de explorar el mundo. La infancia quedó en el medio tratando de orientarse en un ecosistema que nunca fue construido para ella.

En esa transformación crece una pregunta inquietante que parece hacerse oír en aulas, consultorios, hogares y parlamentos. Cómo proteger a quienes aún no cuentan con todas las herramientas para defenderse dentro de plataformas que conocen de memoria las zonas vulnerables de los seres humanos. La respuesta no es clara. Sin embargo, el mapa global revela que el problema dejó de ser individual y ya se volvió un asunto político, regulatorio y ético. Los países prueban caminos diferentes, cada uno atravesado por su idea de riesgo y su concepto de libertad y responsabilidad.

Estados Unidos reaccionó antes que muchos, aunque con una normativa pensada para un internet menos invasivo. Allí, la protección se apoya en la privacidad y en el consentimiento parental para menores de trece años. Esa regla convive con otra realidad. La mayoría de los chicos ingresa a las plataformas antes de la edad permitida. La letra de la ley permanece, pero su capacidad de protección se erosiona frente a plataformas más rápidas y más sofisticadas que cualquier reforma legislativa. El resultado es un desamparo progresivo. No porque falte una norma, sino porque el mundo digital avanzó a una velocidad que dejó atrás el espíritu de aquella regulación inicial.

El Reino Unido decidió tomar un rumbo distinto. En vez de concentrarse en los permisos formales, optó por actuar sobre la arquitectura misma de los entornos digitales. Exigió que las plataformas funcionen desde el inicio en modo de alta privacidad y que reduzcan notificaciones que buscan interrumpir, captar y arrastrar la atención de los menores. También pidió que se limiten las estrategias más persuasivas, esas que convierten cada desplazamiento de pantalla en una oportunidad de consumo emocional. Este modelo parte de una convicción que atraviesa su política pública. Si las infancias merecen protección especial en todos los ámbitos de la vida, también deben tenerla en el mundo digital. No basta con acreditar la autorización de un adulto. Es necesario modificar los incentivos que vuelven a los chicos un segmento apetecible para la industria tecnológica.

La Unión Europea avanza con pasos desiguales hacia un esquema común. Hay coincidencia en algo: la autorregulación dejó de ser suficiente. Las diferencias aparecen cuando se discute cuáles son las edades adecuadas, qué responsabilidad deben asumir las familias y qué nivel de intervención corresponde a los Estados. Francia propone controles más rígidos. Alemania prefiere confiar en la autonomía familiar. España inclina la balanza hacia la educación digital. Europa, con su diversidad histórica y cultural, aún no encuentra una fórmula única, aunque sí parece compartir la intuición de que la infancia quedó demasiado expuesta en un escenario donde las empresas avanzan más rápido que la política.

Australia ensayó un modelo singular que combina educación, intervención estatal y responsabilidad empresarial. El país impulsa campañas de alfabetización digital y provee herramientas para que las familias acompañen a los menores en el uso cotidiano de plataformas. A la vez, sanciona a las empresas que no retiren contenidos dañinos y cuenta con una autoridad estatal con amplias facultades de actuación rápida: el eSafety Commissioner, capaz de exigir la remoción urgente de material riesgoso y de imponer multas significativas.

El enfoque se organiza alrededor de una idea sencilla que guía sus decisiones: la protección requiere intervención temprana. Más que fijarse en una edad exacta, Australia prioriza la capacidad del Estado para frenar situaciones que puedan dañar emocionalmente a un menor antes de que escalen. La educación es necesaria, pero no suficiente: cuando la industria no pone límites, alguien debe hacerlo.

China exploró un camino mucho más estricto. Redujo horarios, limitó el tiempo de videojuegos y exige sistemas de verificación de identidad. Sobre el papel es el modelo más severo del mundo. Sin embargo, la experiencia cotidiana muestra otra cara. Muchos chicos acceden mediante cuentas prestadas o buscan rutas clandestinas para eludir controles. Allí aparece una paradoja que el Estado chino no logró resolver. Las prohibiciones totales ordenan las estadísticas, aunque empujan la vida digital hacia márgenes donde la vulnerabilidad aumenta. La sensación de control es alta. La eficacia real es otra historia.

Mientras los gobiernos discuten sus modelos, la ciencia avanza y muestra patrones que se repiten sin importar la geografía. Aumentan la ansiedad, los trastornos del sueño, la comparación social permanente y la baja autoestima. Crece también la exposición a ideales irreales y al riesgo de agresiones anónimas capaces de desbordar emocionalmente a un adolescente. No todas las infancias se dañan y no todas se afectan del mismo modo. Aunque sí hay una constante. Las redes amplifican emociones en momentos vitales en los que la identidad todavía se está formando. Cada juicio externo pesa más que en la adultez. Cada silencio puede sentirse como un abismo.

En Argentina el debate sobre las infancias y el mundo digital avanza con lentitud. Se discuten límites de edad, controles parentales y posibles regulaciones, aunque falta una política integral que coloque a los menores en el centro. Mientras tanto se observa un fenómeno que se repite en escuelas, consultorios y hogares. La edad real de ingreso a las redes baja cada año. El ciberacoso crece y el sufrimiento emocional se vuelve más frecuente. Las familias quedan solas frente a plataformas que operan con lógicas globales y sin demasiados incentivos para modificar sus prácticas.

En este paisaje surge una pregunta que todavía no encuentra respuesta. ¿Puede un país sin reglas claras, con dificultades para fiscalizar y con desigualdades profundas generar una protección real para la infancia en los entornos digitales? El desafío argentino no consiste en copiar modelos extranjeros. Exige comprender que las infancias están desprotegidas, que la autorregulación de las plataformas fracasó y que la sociedad no puede mantenerse al margen. Lo que está en juego no es el acceso a un dispositivo, sino el derecho de cada niño, niña y adolescente a crecer sin quedar atrapados en dinámicas que los superen.

¿Seremos capaces de diseñar un marco que cuide a nuestros menores sin expulsarlos del territorio digital donde ya viven? La respuesta depende de nuestra capacidad colectiva para debatir sin pánicos morales, legislar con evidencia, escuchar a las infancias y anticipar el daño antes de que ocurra.

Cuidar a la infancia hoy implica acompañar de cerca y construir un entorno digital que no los exponga. La presencia adulta sostiene, la regulación ordena. Entre ambas cosas se juega la posibilidad de que un niño crezca sin que un algoritmo decida por él.

 

2 COMENTARIOS

  1. Buenos días . Hermoso tema profesor para charlar . Yo como mamá de dos niños estoy convencida de la responsabilidad de los padres en la crianza de los niños .
    Muchos por cansancio o poca paciencia eligen dar un celular o prender la televisión sin observar lo q los niños ven . Es una responsabilidad de todos . Pero los papás somos fundamentales .

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