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La degradación de lo posible

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Por Enrico Colombres.

La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en el que vivimos es la regla.

Walter Benjamin, Tesis sobre la filosofía de la historia (Tesis VIII)

 

Argentina avanza hacia el abismo con una serenidad suicida, como si nada estuviera ocurriendo como quiso, con la decisión ya tomada, mientras por debajo de esa impronta dócil se amontonan tensiones económicas, políticas y sociales que cualquier otro país ya habría visto estallar. Esa calma apenas disimula la erosión profunda que atraviesa al país desde Tierra del Fuego a la Quiaca y que se acumula en silencio, en los bolsillos vacíos, en las reservas que se licúan, en la deuda que se expande, en los salarios que se derrumban y en una estructura política que parece blindarse para prolongar un proyecto personalista antes que resolver la vida real de la gente.

Las señales están por todos lados, aunque muchos prefieren no verlas. Los informes financieros que circulan con tono técnico describen un panorama que no necesita traducción. Argentina no crece. Las reservas netas, lejos de mejorar, se encuentran incluso por debajo de las que existían al finalizar el gobierno anterior. La deuda del Banco Central y del Tesoro sigue expandiéndose de manera alarmante. Los vencimientos en dólares no se cubren con superávit genuino ni con exportaciones crecientes sino con maniobras que reutilizan depósitos privados como si fueran un fondo de libre disponibilidad estatal. Cuando en un país el Estado usa ahorros de los depositantes para cubrir compromisos propios, lo que se genera no es confianza sino el germen de una crisis bancaria que solo necesita una chispa.

La política, en lugar de aportar racionalidad, se mueve en direcciones que rozan lo dinásticas. Nadie lo dice en voz alta, pero todo el mundo lo percibe. El círculo íntimo del poder trabaja para consolidar una sucesión construida más por afinidad familiar que por legitimidad democrática. La historia argentina reconoce bien ese mecanismo. Cuando el poder se vuelve patrimonio, el sistema institucional deja de ser un equilibrio para convertirse en un instrumento. Las decisiones dejan de ser colectivas y pasan a estar diseñadas con la lógica de preservar un mando personal. Ese tipo de liderazgo no gobierna para el mañana sino para su permanencia.

La reforma tributaria que se anuncia como el corazón de un país más eficiente avanza en un sentido que, lejos de aliviar, recarga a quienes ya no tienen margen de supervivencia. La eliminación de Ingresos Brutos, presentada como revolución fiscal, queda neutralizada porque la recaudación provincial vuelve a reconstruirse dentro de un IVA dual que no baja la presión impositiva, sino que la redistribuye de manera regresiva. El consumo, en un país donde el salario real se desploma, pasa a ser la base de sostenimiento del Estado. La estructura tributaria queda así parada sobre el mismo sector que ya no puede sostener ni su propia subsistencia.

El deterioro del salario mínimo vital y móvil es una evidencia brutal de esta decadencia. Durante el año 2015 representaba alrededor de 580 dólares mensuales si se toma un tipo de cambio oficial ajustado al poder adquisitivo real. Hoy equivale a aproximadamente 255 dólares al tipo de cambio paralelo más representativo del costo de vida. Esto significa que en menos de una década argentina perdió más del 70 por ciento del salario mínimo medido en dólares reales. Una caída semejante no es un problema económico. Es la demostración empírica de un país que dejó de sostener a quienes trabajan. Ninguna sociedad puede mantenerse cohesionada cuando el ingreso más elemental retrocede de esta manera. Los datos son irrefutables y obligan a abandonar cualquier relato que pretenda atribuir esta tragedia únicamente a un gobierno u otro. Es una caída estructural que atraviesa todo el arco político y que hoy toca su punto más bajo en casi veinte años.

Ese derrumbe salarial no aparece aislado. Se combina con tarifas que suben a un régimen difícil de seguir y con un mercado laboral donde la informalidad supera la mitad de la fuerza laboral joven. Quien tiene empleo trabaja más horas por menos dinero. Quien no lo tiene vive en un limbo sin derechos. Los jubilados apenas pueden elegir entre remedios y comida. La asistencia social se reduce en nombre del orden fiscal mientras la pobreza alcanza niveles que erosionan cualquier posibilidad de convivencia. El ajuste que muchos prometieron que pagaría la casta terminó pagándolo el trabajador común. No solo lo paga, sino que lo financia con esfuerzo mientras observa que arriba todo sigue igual.

El poder político, en tanto, promete gobernabilidad asegurando mayorías legislativas que apenas se sostienen por acuerdos circunstanciales. La disputa por el control del Congreso no tiene nada que ver con mejorar la calidad institucional. La lógica que domina es el número, no la representación. En un país donde la gente sufre, la dirigencia afina cálculos para asegurarse predominio. El clima recuerda a esos tiempos en que la política se ensimisma mientras la sociedad se desangra. Y lo peor es que la gente ya no se indigna. Apenas registra estas maniobras como parte de un decorado habitual.

La escena internacional se mueve con la misma inestabilidad. Las idas y vueltas con referentes extranjeros, los gestos que incomodan a aliados estratégicos, las señales confusas, los viajes cancelados por tensiones políticas externas, muestran que Argentina vuelve a ubicarse en ese lugar incómodo donde ningún actor global sabe si tratarla como socio, como experimento o como riesgo. En un mundo convulsionado, un país que no define su rumbo queda a merced de quienes lo observen más como oportunidad que como aliado.

Ese deterioro de la credibilidad es tan profundo como el deterioro económico. Cada señal de improvisación, cada gesto de confrontación gratuita, cada contradicción pública, se traduce en menos inversiones, menos crédito, menos respaldo externo. Y así, el país queda atrapado en un ciclo descendente donde el discurso oficial se vuelve obra de ficción y la realidad avanza con la dureza de lo inevitable.

La sociedad, mientras tanto, está exhausta. No porque no entienda lo que sucede sino porque ya no encuentra un canal efectivo para expresarlo si nada es claro y todo es incertidumbre. Los tiempos de grandes movilizaciones se apagan ante el temor, la decepción y la convicción de que nada cambia. Muchos sienten que protestar no sirve. Que la política no escucha. Que el Estado está de espaldas. Que el país perdió su puente entre la indignación y la transformación. Ese vacío es peligrosísimo porque un país sin válvulas de fuga no es un país en paz. Es un país en pausa, y la pausa no dura para siempre.

Lo dramático es que Argentina ya vivió esta secuencia. La historia está llena de momentos en los cuales la sociedad soportó más de lo que debía hasta que la presión acumulada explotó de golpe. La diferencia es que hoy la descomposición es más profunda porque combina tres elementos letales. El primero es el derrumbe del ingreso real, que no encuentra precedente reciente. El segundo es la sensación de que el Estado abandonó cualquier función protectora. Y el tercero es la dislocación política, que abandona el interés común para blindar poder.

En este contexto, la inacción social no es sinónimo de consenso. Es un silencio saturado, un cansancio que se acumula como pólvora. La verdadera pregunta no es si habrá un estallido sino cuándo y de qué forma se manifestará. Porque ningún país puede sobrevivir mucho tiempo con salarios que valen una fracción de lo que valían hace una década, con reservas que se evaporan, con un sistema político obsesionado por su propio destino y con una ciudadanía empujada a la periferia de sus derechos.

Argentina necesita un cambio profundo, pero no el que repiten los discursos oficiales sino uno que rehaga la relación entre la sociedad y el poder. Porque hoy esa relación está rota. Y cuando se rompe, el país entero ingresa en un territorio imprevisible.

Los argentinos dicen que ya lo vieron todo, pero no es cierto. Todavía no vimos qué sucede cuando un país decide resignarse por completo. Todavía no vimos qué pasa cuando la desigualdad crece más rápido que la esperanza. Todavía no vimos cómo reacciona una sociedad que ya no cree en nada pero que tampoco está dispuesta a desaparecer. Ese momento, aunque silencioso, se está acercando.

La reflexión es incómoda y necesaria. Estamos al borde de una implosión social que no necesita manifestaciones masivas para iniciar su curso. El verdadero estallido comienza cuando el ciudadano deja de creer en el sistema, cuando siente que ya no tiene nada que perder y cuando descubre que el poder lo subestimó demasiado tiempo. La pregunta no es si la clase dirigente entiende esta realidad. La pregunta es si los argentinos estamos dispuestos a seguir aceptando que nos traten como si creyéramos en Sanata Claus, Papa Noel o como quieran llamarlo, si el gobierno ya nos demostró irónicamente que no existe nadie que nos regale nada. Porque la degradación discursiva y real no se va frenar sola. O la detenemos, o nos arrastra.

Y si decidimos hacer silencio una vez más, entonces no será solo culpa de quienes gobiernan sino de todos los que, pudiendo actuar, elegimos no hacer nada y mirar para otro lado. El país está avisando que ya no da más. La cuestión es si escucharemos antes de que lo diga como siempre lo dijo Argentina en su historia. A los gritos, pelando y en definitiva con argentinos muertos en las calles.

 

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