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El despertar de la conciencia

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Por Fernando Crivelli Posse.

Una nación no se redime por decretos ni por discursos; se redime cuando cada ciudadano comprende que su honor es inseparable del destino común y actúa en consecuencia.  

La enfermedad que denunciamos y la cura que proponemos no pueden entenderse sin volver al centro vital de toda República: la conciencia de su pueblo. Las leyes severas, los tribunales independientes y las sanciones ejemplares son indispensables, pero insuficientes. La regeneración auténtica exige que la sociedad misma custodie la ética, sostenga la justicia y reconozca que la impunidad es un veneno que carcome —sin prisa, pero sin pausa— el carácter de una Nación.

Ningún proyecto de país puede renacer mientras persista la tentación de tratar la corrupción como una forma lícita de éxito. Cada acto corrupto es una doble traición: roba recursos y destruye confianza; degrada el mérito y distorsiona la educación; pero, sobre todo, corroe el alma de la comunidad. Kant lo sintetizó sin adornos: “La moral no consiste en observar las leyes, sino en obrar conforme a la ley de la razón práctica.” La ley no es un escudo negociable ni un juego de astucia: es el marco que preserva la convivencia, y solo la razón ética puede darle sentido.

El pasado reciente nos dejó una advertencia imborrable: el poder sin control devora la vida social. La corrupción institucionalizada transforma un país en un organismo enfermo, lento, desconfiado y resignado. Cada soborno, cada favoritismo, cada cohecho es un golpe contra la memoria colectiva. Cicerón ya lo sabía: “La justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde.” Lo que se roba a la República no es un fondo público: es un futuro posible.

Pero la República no muere si su pueblo decide que no lo hará. La reparación cultural debe ser temeraria y sin excusas: no alcanza con castigar; es imprescindible formar ciudadanos capaces de discernir la injusticia y enfrentarse a ella. La educación deja de ser un instrumento neutral para convertirse en escudo moral. Desde el hogar -primer taller de carácter- hasta el aula y cada institución, todo debate público es una oportunidad para reemplazar el cinismo por compromiso, la resignación por responsabilidad y la indiferencia por una acción ética concreta.

La regeneración institucional y cultural converge en un principio tan simple como exigente: la impunidad es incompatible con la dignidad republicana. Las sanciones severas y proporcionales son necesarias, pero no transforman un país sin un despertar colectivo. Todo ciudadano que entiende que la honestidad es un deber y no una opción alimenta un círculo virtuoso que convierte la justicia en norma y la decencia en hábito. Así se reconstruye la República: no en la tinta de la ley, sino en la conciencia de quienes viven bajo ella.

Este despertar reclama coraje. Simone Weil lo expresó con precisión quirúrgica: “La justicia y la verdad son inseparables; donde no hay justicia no puede haber paz.” No existe paz donde la trampa es tolerada, ni estabilidad en una sociedad que premia al astuto y castiga al íntegro. La República se afirma cuando la ley deja de pedir permiso, pero también cuando la ciudadanía deja de mirar hacia un costado. La responsabilidad individual se vuelve fuerza colectiva: cada denuncia, cada acto cívico, cada renuncia a un privilegio ilegítimo es una espada que corta las cadenas de la decadencia.

La reconstrucción es un pacto intergeneracional. No se trata únicamente de restaurar instituciones, sino de garantizar que los valores republicanos, la meritocracia genuina y la integridad sobrevivan a los ciclos políticos. El futuro se decide hoy: en la valentía de la justicia, en la vigilancia de la ciudadanía, en la educación que forma criterio y carácter, y en la cultura que celebra la rectitud por encima de la astucia.

La historia no es un museo: es un espejo. San Martín enseñó que la patria se defiende con firmeza; Rousseau, que la soberanía reside en el pueblo; Arendt, que la banalidad del mal prospera cuando la sociedad deja de pensar y juzgar. Argentina puede levantarse si su pueblo decide pensar, juzgar y actuar. Cada generación que renuncia al cinismo levanta un muro ético contra la decadencia; cada generación que honra la rectitud allana el camino hacia un país que no solo sobrevive, sino que se dignifica.

El renacimiento de la República no se anunciará en pantallas ni quedará atrapado en estadísticas de ocasión. Nacerá en los gestos discretos que la vida cotidiana deposita sobre la conciencia. Se insinuará en el funcionario que honra su deber sin testigos; en la educación que siembra discernimiento; en la mano que rechaza un soborno cuando nadie mira; en la voz que denuncia porque la verdad pesa más que el miedo; y en la ciudadanía que exige resultados con la paciencia fértil del compromiso cívico. Es un resurgir que no se mide en dinero, sino en confianza; que no asciende por cargos, sino por principios; que no se sostiene en promesas, sino en hechos capaces de dejar una huella moral y cultural duradera.

Y entonces, cuando la ley se aplique sin temblar, cuando el corrupto pierda privilegios y el ciudadano íntegro gane autoridad moral, cuando la ética deje de ser excepción para convertirse en norma, la República habrá dejado de pedir permiso. El país habrá finalmente despertado. Goethe lo advirtió: “Quien no es fiel a lo esencial, termina traicionándose a sí mismo.” Argentina dejará de traicionarse cuando decida ser fiel a lo esencial.

La República no renace con proclamas. Renace con conciencia despierta, coraje sin excusas y acción que no teme al desgaste. Cuando la impunidad deja de ser refugio y la decencia se vuelve costumbre, el futuro cambia de manos: pertenece a quienes eligen defenderlo. Esa es la tarea de esta generación: basta de tibiezas, basta de mirar hacia otro lado. La República se pone de pie, y al hacerlo, convoca a un país entero a ponerse de pie con ella.

“Cuando la conciencia de un pueblo y el espíritu que sostiene su amor por la patria entienden que la decencia es el único camino, dejan de concederle espacio al facilismo, a la corrupción y a toda degradación de su propio ser.” Fernando M. Crivelli Posse.

Continuará…

 

3 COMENTARIOS

  1. Dos citas de santos q asocié leyendo este profundo y preciso análisis. San Agustín define la paz cómo tranquillitas ordinis, la tranquilidad en el ORDEN. Lo demás es otra cosa pero no es paz. Y mí querida M Teresa q decía algo aplicable a muchos ámbitos: la garantía de la perseverancia es la fidelidad al momento presente. Es urgente es hoy es ahora es este hecho concreto q me y nos interpela como argentinos, el q requiere mí respuesta íntegra.

  2. Fe de erratas – Nota del autor:
    La frase atribuida a Cicerón en esta columna (“La justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde”) corresponde en realidad a Ulpiano. El sentido de la reflexión permanece intacto. Fernando M. Crivelli Posse.

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