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El algoritmo del poder heredado

Publicado el

por José Mariano.

Tucumán no necesita un manual para entender cómo funciona el poder. Acá el poder se aprende por imitación, por roce, por herencia. La provincia más pequeña del país tiene una de las estructuras políticas más densamente concentradas. No se trata de participación democrática ni de alternancia institucional. Se trata de un sistema informal, consolidado, donde las relaciones personales, familiares y partidarias pesan más que la ley.

El poder no se esconde: se exhibe. Y lo hace con orgullo. En 2023, Osvaldo Jaldo asumió la gobernación después de 24 años ininterrumpidos del PJ en el poder, primero con Alperovich y luego con Manzur. Los nombres cambian, pero las lógicas se mantienen: concentración de poder en el Ejecutivo, legislaturas obedientes, municipios sometidos, reparto de recursos en clave electoral.

Los cargos se repiten en familia, es una práctica común en la provincia: alternancia por parentesco.

En la Legislatura provincial, más de la mitad de los legisladores tienen vínculos directos con intendentes, ex funcionarios, empresarios o dirigentes sindicales con décadas de influencia. La concentración no es sólo territorial. Es simbólica, económica y generacional.

Esto es parte de la cultura del poder: cargos públicos, contratos estatales, designaciones judiciales y subsidios son utilizados como moneda de fidelidad. Según el propio Tribunal de Cuentas de Tucumán, más del 80% del presupuesto provincial está comprometido en salarios y gastos corrientes del Estado. Esto no incluye la red informal de contratos políticos, adscripciones, designaciones a dedo y empleo precario que sostienen el aparato clientelar.

En paralelo, muchas de las empresas contratistas del Estado repiten año tras año su participación en licitaciones millonarias: constructoras asociadas al círculo de obra pública, acumulan contratos sin competencia real. El informe de la Auditoría General de la Nación de 2021 ya advertía sobre las irregularidades sistemáticas en obras financiadas con fondos nacionales, pero ejecutadas por estructuras locales opacas.

El poder político en Tucumán también domina el poder judicial. La designación de jueces, fiscales y defensores está fuertemente controlada por el oficialismo a través del Consejo Asesor de la Magistratura, donde los representantes del Ejecutivo y de la Legislatura imponen mayorías. Esto no es una sospecha: es una práctica institucionalizada. Basta ver cómo jueces clave han sido ascendidos, trasladados o premiados tras fallos funcionales al poder.

La prensa forma parte del entramado. El diario La Gaceta, aunque más moderado que otros, mantiene una línea editorial que evita confrontar de forma sostenida con el Ejecutivo. Mientras tanto, radios locales, medios digitales y programas de televisión sobreviven con pautas oficiales que dependen directamente del gobierno o de intendencias afines. Las voces críticas sin respaldo económico difícilmente logran sostenerse.

El resultado es una ciudadanía que naturaliza la desigualdad en el acceso al poder. La sensación de que todo está repartido, de que todo es arreglado, se instala como verdad social. El mensaje es claro: en Tucumán, no se llega por mérito ni por ruptura. Se llega por pertenencia, negociación o parentesco.

Hablar de esto no es exagerado. Es necesario. Porque si no se nombra lo que pasa, lo que pasa se vuelve normal. Y si se vuelve normal, se perpetúa. Este artículo no pretende agotar el tema. Es apenas el punto de partida para una lectura más honesta de cómo opera el poder en Tucumán. Porque Tucumán no es una excepción. Es una síntesis. Y lo que sintetiza es lo peor de una lógica nacional: la del poder como herencia, como recurso y como espectáculo.

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