Por Elsa Sanzano.
Vivimos en un mundo que aplaude lo nuevo, que premia la rapidez, la productividad y la juventud como si fueran virtudes absolutas. En ese paisaje, los años parecen volverse un peso, algo que esconder o minimizar. Pero, ¿y si estuviéramos equivocando el foco? ¿Y si en esa búsqueda de lo inmediato estuviéramos dejando de ver un tesoro más profundo: el de la experiencia, el de la memoria viviente, el de quienes han recorrido el camino antes que nosotros?
Soy una persona mayor. Fui maestra, fui directora. Pasé mi vida entre aulas, patios, reuniones, carpetas, pizarras y cuadernos. Enseñé con el cuerpo entero, no solo con palabras. Acompañé procesos, abracé dudas, lloré en actos escolares, reí en los recreos, discutí en reuniones de equipo, y muchas veces, también, me equivoqué. Pero nunca dejé de aprender. Porque educar, como la vida, nunca fue para mí un camino en línea recta, sino un movimiento constante entre dar y recibir.
Fui tan feliz en esa tarea que, aunque ya no esté en funciones, los recuerdos me visitan. A veces llegan en silencio, en la mirada de mis nietos cuando los ayudo con sus estudios. Otras veces, regresan en los sueños, en los nombres de exalumnos que no he olvidado, en frases que escucho y que repiten ecos antiguos. Y aunque el tiempo me haya apartado de los pasillos escolares, siento que todavía tengo algo para dar.
Pero hay algo que me preocupa: que se piense que hablar desde la experiencia es querer protagonismo, que compartir lo vivido sea visto como soberbia o nostalgia inútil. El miedo a parecer desubicada, a sonar como quien no suelta el pasado, muchas veces me ha hecho callar. Vivimos una época en la que parecer actual vale más que ser verdadero, y en la que a las personas mayores se las escucha poco y se las consulta menos.
Sin embargo, hay una certeza que me sostiene: la vocación no se jubila. El deseo de acompañar, de mirar con ternura, de estar presente, no desaparece con los años. Lo que una ha vivido tiene valor, y compartirlo no es un acto de vanidad. Es un acto de amor.
Lo que está en juego es algo más profundo. Es la forma en que nuestra sociedad piensa el lugar de la vejez. ¿Qué hacemos con las personas mayores cuando se retiran? ¿Qué espacio les damos para seguir siendo parte activa de la vida colectiva? En muchos casos, se las aparta suavemente, se las silencia con cortesía, se las envuelve en un discurso que habla de descanso, pero que en realidad muchas veces es exclusión.
Y sin embargo, cuánta sabiduría, cuánta humanidad puede ofrecer quien ha vivido intensamente. ¿Por qué no crear programas donde personas mayores puedan transmitir oficios, acompañar a jóvenes, compartir su historia con escuelas, integrar equipos interdisciplinarios en los barrios, ser mentores, tutores, guías? ¿Por qué no pensar a la vejez como una etapa fértil, donde lo vivido no se entierra, sino que se ofrece?
Yo ya no estoy frente a un grado ni ocupo un cargo como directora. Pero sigo siendo maestra. Lo seré hasta el final. Y sé que mi voz, igual que la de tantos otros y otras, todavía puede encender algo bueno en los demás. Solo hace falta que alguien quiera escuchar.
Porque cuando todavía hay algo para dar, lo más triste no es no tener a quién dárselo. Lo más triste es que no se nos permita ofrecerlo.