por Daniel Posse.
Cuando navegar puede significar una incursión en un mundo que se resignifica, en un tumulto que aturde y al mismo tiempo corporiza un eco tenue, leve e intenso.
Antes de iniciar este peregrinar por un territorio extenso, pero que se condensa de formas inesperadas, estaría más que claro, sustentar para los que no lo conocen ¿Quién es Sergio Lizárraga? Es Prof. en Letras egresado de la Universidad Nacional de Tucumán. Realizó estudios de posgrado en Alfabetización Inicial, Lectura, Escritura y Didáctica de la Lengua. Desempeña su labor docente en los niveles universitario y superior no universitario y es miembro de equipos técnicos del Ministerio de Educación de Tucumán. Gestor cultural en su comunidad, ex becario Fulbright-Nación, obtuvo numerosos premios literarios a nivel internacional y nacional. Participó de antologías de poesía y narrativa breve. Pero es también un hombre que nació en la desmesura de la periferia que fue y que aún sigue siendo, quizás desde diferentes miradas, como lo es Tafí Viejo. Desmesura que lo construyó y deconstruyó, con una percepción aguda y voraz, que lo llevó a mirar el mundo desde un lugar particular, en que la palabra lo forjó y lo convirtió en quizás, uno de los poetas más relevantes de los últimos años. Por eso intentaré de forma breve, esbozar los senderos de un poeta que vislumbra en sus tres libros publicados.
Claro que este andar no fue gratuito, ni siquiera inocente, ni muchos menos instantáneo, fue un proceso gradual, y tal vez inescrutable, que lo fue tomando de forma feroz, pero una ferocidad habitada por la palabra y los silencios. Eso lo podemos percibir y decodificar des el inicio en su primer libro: Poemas de Lodebar (2017). Allí es muy claro como el dolor, la distancia, la orfandad palpitan y se desnudan, para florecer invisibles y poderosas, en palabras e imágenes que vociferan la impotencia del dolor y de las ausencias, haciendo del amor un destierro, que marca hasta los huesos y disuelven la carne y llagan el alma.
Los duelos pueblan ese universo de palabras, con una destreza simple, pero certera, que no necesita de artilugios, para mostrar que el territorio de la poesía late de forma indómita y profunda. Los duelos se suceden, son diversos, y la vez parte de uno solo:
Duelos
I ( Fragmento)
Desde la ventana entreabierta,
el viento delimita en la cama
tu ausencia,
y es como tener tu lápida en la casa,
es abrazar las sábanas que ya no usas.
Es velarme en tu cuarto
porque he muerto en ti
como un yo-hijo.
Pero esa cadencia feroz, se retroalimenta, una y otra vez, y pasa de una cuerpo subjetivo e individual a una cuerpo universal, donde el llanto, la ausencia, la luminosidad y la sombras se complementan, porque al final dolor, duelo y muerte, parecen ser una continuidad de un paisaje único y eterno.
Pero también aparecen en este libro, las distancias, como un mecanismo de defensa, como un escudo, que simulan una perpetuidad que se hace eco en cada nueva lectura. Los ojos, los tajos, la universalidad del sentir como hombre, se traducen y desesperan:
(Fragmento)
Será porque nadie vuelve
de tan lejos
que mi frente
sobre el vidrio
invita a crecer
a tu ausencia.
Yo recorro
el vidrio empañado
con caminos robados
a tu nombre.
Abro tajos en los ojos
para caminar las calles
heridas de lluvia.
Serán las distancias
las que mojan
mi alma abierta,
las que ahogan los
tramos que restan,
para que yo descienda,
sin piloto,
sin el paraguas,
enmohecido
en hombres que te extrañan.
Pero ese territorio inicial no sería contundente, si esa orfandad no habitara el infierno como una arista esencial y divergente. Ese infierno, no es otra cosa quizá que la imposibilidad de navegar en las palabras justas, pero no por eso dejan de ser necesarias las halladas, para describir y decir que la contienda continua, y será tal vez adversa:
I (Fragmento)
Es el mal olor del vacío
el que anuncia
el blanco estéril de la hoja.
Con seguridad
no lloverán las palabras,
seguirán rígidas
las grietas en mi boca.
No hay manera
de cortar en sílabas el dolor,
no hay modo de escribirlo.
Van partiendo
de mi ciudad los nidos.
Van extinguiéndose
en mi campo los ruidos.
Creo que ese cuerpo abundante y enjuto, en el que Sergio Lizárraga, poeta y buscador inevitable de las palabras justas, transita, busca y subyace y se convierte en el ser que sobrevive a las distancias y a las llagas. La herida vuelve una y otras vez en su escritura, como una suerte de eco repetitivo, de eco hambriento y estéril, pero a la vez fértil y nítido. Le duele respirar, subsistir. Le duele el eco, el hueso, y las falanges. El amor no deja de ser un deseo fuerte, palpable e invisible. Al que busca, para curar ese dolor.
Le duele el tajo invisible y apestado de un amor que se congoja en el territorio, que de lo escaso, de lo profundo y al mismo tiempo perenne, uno que se vuelve diminuto, indiferente, y gutural. Eso se despierta y convoca en su libro: En tajos a la sed (2017), porque el camino sigue siendo continuo, diferente, pero parte del mismo territorio.
la soledad del hueso
I ( Fragmento)
Creo que nadie
Jamás
Avisa cuándo se va
Y creo también
Que las cosas que brillan
Pueden hablar
La excepción es la soledad
Que a veces se ilumina
Tiñendo los huesos
Y ejerce el poder de su propia luz
Para proclamar que permanece
La universalidad de un vocabulario simple, agudo, exacto, hacen del arte de este poeta, una excepcionalidad, que al mismo tiempo elevan la calidad de la lírica tucumana, hacia un eco permanente, en el que solo navegan los elegidos de verdad. No es que la otra poesía sea mala, es que solo es diferente. Las otras se parecen entre sí. La particularidad de la poesía de Lizárraga, la convierte en un símbolo único e irrepetible. Cuando uno experimenta la lectura de la misma, respira y peregrina un cosmos, que se vuelve sediento, y voluminoso, donde lo etéreo se esparce y levita, hasta ser parte de la otredad y de los cuerpos en cercanía. Las miradas pueblan lo distinto desde un lugar que enarbola los sentidos.
En su libro: “Panes Mojados 2021” la territorialidad sumerge el ser a la noción de un hambre ilimitado. La imagen del hambre se vuelve matriz y esencia, el eco reverbera la distancia nuevamente y sin embargo hace latir la cercanía. Pan y madre, pan y eco, todos se arremolina y fluye, como un torbellino único, que ensordece, pero que clarifica. Pan y cuerpo, hostia y carne, en donde la sangre invade y diluye. En este libro las palabras y los versos de Lizárraga amedrentan y liberan. Aquí en este libro las vísceras se vuelven parte del cuerpo de un eco desnudo y de un territorio, que vuelve y revuelve la noción de continente simple y bestial. La maternidad se vuelve parte de una divinidad que marca:
XXIII ( Fragmento)
¿dónde están los fantasmas
de los que aún no mueren?
en vida somos el humus
que el dolor conjuga
para decir desierto
la lágrima que retorna a la caverna
para abrir los tajos
y nacer de nuevo
no hay árbol
que no haya escuchado
de nuestros miedos
por eso el árbol no muere
sin escribir con sus hojas
nuestros nombres
para que la tierra sepa
qué manos usar
cuando hiere nuestros vuelos
Panes mojados termina siendo un capítulo más de una semblanza que se reinicia, pero con la destreza de describir al mundo y sus seres, sin dejar de entender que pueden ser alimañas y también parte de los miedos, del cuerpo y del pan, como una divergencia analógica, que persevera y se traduce. El pan como una metáfora feroz, de la vida, de sus tiempos y sus paisajes, que son parte de los duelos que marcan por toda una eternidad. La Sacralidad puede ser parte de lo mundano, eso lo dice la palabra hecha verso, pero lo profano también está implícito.