Por María José Mazzocato
¿Es Medio Oriente escenario de una guerra santa o un laboratorio de las potencias para ensayar nuevas formas de colonialismo? Lo que muchos presentan como un conflicto religioso, es en realidad una estrategia de dominación global que actualiza los métodos coloniales del siglo XX: fragmentar, intervenir, extraer y controlar. En lugar de ejércitos, hoy se despliegan drones, sanciones y tratados desiguales. Y en el centro de ese tablero, millones de vidas olvidadas.
El poscolonialismo y la instrumentalización del conflicto
Desde la teoría poscolonial, Medio Oriente no puede entenderse sin el legado del colonialismo europeo ni sin la intervención permanente de las potencias globales. Tras la Primera Guerra Mundial, la partición del Imperio Otomano mediante acuerdos como el Sykes-Picot impuso fronteras artificiales al servicio de intereses occidentales, ignorando las realidades históricas, étnicas y religiosas del territorio.
La creación del Estado de Israel en 1948 profundizó una fractura política y territorial que todavía arde. Aunque las tensiones religiosas existen, el conflicto tiene raíces materiales y geopolíticas, con fuerte intervención de actores externos que han favorecido el despojo, la militarización y la fragmentación funcional de la región. Siria, por su parte, es hoy el escenario de una guerra por poder global: EE.UU., Rusia, Turquía e Irán intervienen directa o indirectamente, haciendo del país un ajedrez sangriento.
En Irán, las recientes protestas contra el régimen no pueden leerse sin el cerco político y económico de Occidente. Desde la revolución islámica de 1979, el país desafía el orden internacional liderado por EE.UU., lo que ha derivado en décadas de sanciones. Hoy, la revuelta popular es tanto expresión de hartazgo interno como resultado de un desgaste inducido desde afuera. El nuevo colonialismo no invade: asfixia.
África y Medio Oriente: paralelismos de una dependencia reconfigurada
El colonialismo en África dejó una marca similar: fronteras impuestas, explotación de recursos y división étnica como herramienta de control. La descolonización formal no trajo autonomía real, sino una nueva dependencia gestionada por élites aliadas a las potencias. En países como Sudán, Libia o el Congo, los conflictos actuales siguen alimentados por la codicia internacional.
En Medio Oriente, la ocupación ya no necesita soldados: opera a través de sanciones, tratados desiguales, financiamiento militar y manipulación política. Las guerras que aparentan ser internas muchas veces son funcionales a intereses externos. Es la continuidad del colonialismo por otros medios.
La sociedad civil fuera del encuadre
Medio Oriente no arde solo por sus tensiones internas, sino porque el fuego le es útil a quienes venden los extinguidores. Las potencias no buscan apagar los conflictos: los administran, los redibujan, los mantienen al borde. Y mientras el mundo mira mapas y cifras, la sociedad civil —esa humanidad concreta que vive, ama, sufre y resiste— queda fuera del encuadre.
Como en África, como en América Latina, el colonialismo ya no lleva uniforme. Lleva traje, o túnica, o drone. Pero sigue ahí: extrayendo, fragmentando, decidiendo.
La pregunta no es si hay una guerra santa.
La pregunta es: ¿santa para quién?