Una imagen: dos personas discutiendo acaloradamente en una mesa de café, mientras en la televisión del fondo se repite, sin pausa, el mismo titular con distinto logo. En la era de la hiperconectividad, ya no importa si tenemos razón, sino si nos sentimos parte del bando correcto. ¿Vivimos en una distopía orwelliana o huxleyana? La pregunta puede parecer un ejercicio intelectual, pero tiene más urgencia de la que creemos. Si queremos entender por qué discutimos sin escucharnos, consumimos sin pensar, y aceptamos sin cuestionar, tal vez tengamos que volver a mirar esas dos advertencias que nos dejaron el siglo XX: 1984 de George Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley.
Orwell imaginó un mundo de represión total, donde el Estado vigila cada paso y la verdad se reescribe al antojo del poder. Huxley, en cambio, advirtió algo más sutil y más siniestro: un mundo donde la censura no es necesaria porque nadie quiere saber, donde la libertad no es reprimida, sino anestesiada. En su mundo feliz, el control se ejerce no con látigos, sino con placeres. No con miedo, sino con conformismo.
Y es aquí donde entra la pregunta que lo cambia todo: ¿realmente elegimos lo que deseamos?
El placer no es libre: es dirigido
La cultura contemporánea se ha esforzado en convencernos de que somos libres. Libres para consumir, para opinar, para ser quienes queramos. Pero en esa aparente libertad se esconde un mecanismo más sofisticado de control: no deseamos lo que queremos, sino lo que nos hacen desear.
Las redes sociales, el marketing, los medios, los algoritmos: todos operan como diseñadores invisibles del deseo. Nos convencen de lo que deberíamos querer, de lo que deberíamos rechazar, de cómo deberíamos vivir. Y nosotros, en nombre de una libertad vaciada, reproducimos ese deseo como si fuera auténtico.
No hay que ir muy lejos: basta con observar cómo cambian los gustos, las tendencias, las causas «urgentes». Cómo se modela el cuerpo ideal, la opinión correcta, el consumo aceptado. La maquinaria del deseo dirigido es eficaz porque se presenta como elección.
Huxley lo intuía con claridad. Su sociedad perfecta no necesitaba represión porque el sistema ya proveía todo lo necesario para neutralizar cualquier chispa de disidencia: entretenimiento constante, sexo sin conflicto, drogas que suprimen la angustia. Hoy, esa lógica se expresa en el consumo frenético de contenido, en el scroll infinito que reemplaza al pensamiento, en la ansiedad que se anestesia con dopamina digital.
Orwell no se equivocó: solo describió otro aspecto
Claro que Orwell también tenía razón. No vivimos en 1984 todo el tiempo, pero sus mecanismos también están ahí. El lenguaje manipulado, la vigilancia permanente, la reescritura del pasado, la verdad como objeto maleable: todo eso también existe. Basta mirar cómo se editan las noticias, cómo se reinterpretan los hechos, cómo se premia la indignación selectiva.
Pero el eje del control no pasa por la imposición forzada, sino por la seducción. La vigilancia hoy es deseada. El show de Truman se volvió una aspiración. El Gran Hermano, un formato de entretenimiento.
En vez de quemar libros, se inunda la conciencia de datos triviales. En vez de imponer una verdad, se dispersan tantas versiones que la verdad pierde peso. Lo real queda sumergido en una marea de ruido.
De la represión al simulacro
Jean Baudrillard lo dijo sin rodeos: ya no vivimos en la realidad, sino en su simulacro. Y en ese simulacro, lo importante no es la verdad, sino el impacto. No lo que es, sino lo que se percibe. La política se convierte en imagen, la ciudadanía en audiencia, el pensamiento en reacción.
El deseo dirigido no necesita policías: necesita influencers. No necesita cárceles: necesita pantallas. No necesita dictaduras: necesita algoritmos. Las figuras de autoridad hoy son los rostros cotidianos del feed. El control no se impone desde arriba, se filtra desde la confianza. A través de estas figuras, se modelan patrones de consumo —desde qué comer hasta qué causas apoyar— y se construyen subjetividades políticas funcionales al statu quo. La validación social, mediada por likes y algoritmos, reemplaza la reflexión. Así, el deseo se convierte en una mercancía dirigida, y el pensamiento en una reacción condicionada.
El desafío: desear con conciencia
Quizás la mayor forma de rebeldía hoy no sea gritar más fuerte, ni polarizar más rápido, sino recuperar el deseo como acto consciente. Preguntarnos qué queremos, por qué lo queremos, y si eso que anhelamos nos acerca o nos aleja de una vida más digna.
Porque si no elegimos nuestro deseo, alguien más lo hará por nosotros. Y ese alguien ya lo está haciendo.
Entre Orwell y Huxley, quizás la distopía real no es una u otra, sino una fusión de ambas. ¿Hasta qué punto lo que creemos elegir es en realidad una imposición disfrazada de libertad? ¿Y qué pasaría si recuperáramos la capacidad de desear desde un lugar propio, consciente y crítico? Pero en el corazón de esa distopía, sigue latiendo la posibilidad de pensar. Y eso, todavía, no nos lo han quitado. ¿Y si empezamos por ahí?