Por Manuel M. Novillo.
Una democracia es, en su definición más básica, un régimen donde se compite por el poder y donde las elecciones permiten que los oficialismos puedan perder. Es un mínimo indispensable: que el sistema esté diseñado no solo para elegir, sino también para permitir alternancia. Tucumán tiene elecciones, parlamento y justicia. Pero si en más de dos décadas nunca perdió el oficialismo, vale preguntarse si la maquinaria institucional está armada para que eso sea posible.
No tengo una respuesta definitiva. No sé si el peronismo tucumano no puede perder porque el sistema está hecho para evitarlo, o porque la oposición no logra construir una alternativa. Lo más probable es que se trate de una combinación: un régimen diseñado para favorecer al oficialismo y una oposición fragmentada, desmotivada o cooptada. En Tucumán, la fuerza gobernante diseñó un sistema que le garantiza ventajas estructurales. Maneja los recursos del Estado, trazó circunscripciones favorables, controla los organismos de control y se apoya en un sistema de “acoples” que multiplica listas legislativas propias con el mismo candidato a gobernador. Quien tiene más acoples, tiene más votos. Y quien maneja el Estado, tiene más acoples.
Este sistema fue consolidado por José Alperovich desde 2003, con reformas institucionales que ampliaron el poder del Ejecutivo, disminuyeron los contrapesos y crearon un escenario donde competir se volvió casi imposible. La reforma constitucional de 2006 profundizó esa lógica: habilitó reelecciones, aumentó el control del Ejecutivo sobre la justicia y validó el esquema de acoples. Desde entonces, el oficialismo siempre gana. A veces por mucho, otras por menos. Pero siempre gana.
Eso no significa que no haya competencia. Significa que la competencia no es pareja. Y eso desalienta a quienes podrían ofrecer una alternativa real. Las elecciones se vuelven caóticas, con múltiples listas que compiten entre sí incluso dentro del mismo espacio. Si la oposición pierde —como casi siempre ocurre— queda reducida a una legislatura dominada por el oficialismo, donde los legisladores opositores son tentados con recursos para alinearse. Así, construir una oposición duradera es un esfuerzo que no tiene premio. Ni siquiera el intento de 2015, cuando la oposición logró una campaña casi simétrica en acoples, pudo romper la lógica del sistema. Después vinieron retrocesos, derrotas más amplias y una creciente desarticulación.
¿Hay margen para hacer algo distinto? Tal vez. La única novedad de los últimos años es que, en 2023, Javier Milei ganó en Tucumán. Es el primer no peronista en lograrlo en 25 años. ¿Alcanza para suponer un cambio de ciclo? No necesariamente. Milei ganó en un sistema nacional que, con todos sus problemas, es más competitivo que el tucumano. Pero su victoria muestra que hay un electorado dispuesto a probar algo diferente.
¿Está muerta la democracia en Tucumán? No lo creo. Pero tampoco estoy seguro de que esté viva en un sentido pleno. No al menos si la entendemos como un sistema donde el poder es efectivamente disputable. La respuesta final no tengo y nadie la tiene. Si el oficialismo pierde, diremos con seguridad que no está muerta, pero si sigue ganando, deberemos seguir mirando de cerca.