por José Mariano & Javier Habib.
Esta semana, mientras discutías sobre el mercado estadounidense, ya estabas participando. No de las ganancias. Tampoco de las perdidas. Sino del sistema que lo produce.
El poder no se sostiene solo con leyes y votos. Se sostiene con obediencia. Y esa obediencia no es siempre consciente… y se administra, estimula, recompensa.
Existe una economía para eso
En su libro Cultura del poder y economía de la obediencia (Ediciones del Sur 2017), el economista Manuel Figueroaanaliza cómo en la Argentina el poder es una forma no-institucional de organización estable que distribuye recursos de todo tipo —materiales, simbólicos y emocionales— para sostener la adhesión, el silencio y la resignación. La llama “economía de la obediencia”.
Lo interesante de este sistema distributivo es que no busca eficiencia ni equidad. Su lógica no es dinámica, sino conservadora. La “economía de la obediencia” busca mantener estructuras, blindar privilegios y asegurar lealtades.
Mientras la política predica austeridad y racionalidad, los engranajes del poder se regodean de fama internacional, reparten togas a entera discreción, recursos del Estado en licitaciones ilusorias, y así el escarnio variará según de qué político se hable. No es un error. Es un modelo. Y como todo modelo, tiene su relato.
Aquí entra la ideología, el gesto, la obra pública (en todas sus formas) y hasta la filantropía. Es una culpa organizada.
Figueroa advierte que uno de los mecanismos más sofisticados de la economía de la obediencia es ofrecer pequeñas válvulas de participación simbólica. No para cambiar las cosas, sino para que todo siga igual. Vas a una marcha y pensás que ya cambiaste al mundo. Ponés un like, y ya sos un libertario. Contribuís a una colecta e hiciste lo correcto. Lo mismo para la política: se entregan motos a la policía y así se acaba el hambre, las inundaciones, el homicidio, los sin techo, la drogadicción. Y nada cambia.
Porque esa economía de la caridad no está pensada para transformar, sino para contener. Como escribió Wilde en El alma del hombre bajo el socialismo, la caridad atiende los efectos del problema sin tocar jamás su origen. Es un bálsamo que calma, pero no cura. Una forma elegante de sostener el mismo sistema que produce la desigualdad que luego “alivia”.
Y mientras todo eso sucede, abajo también se resigna. Se hace chiste. Se comparte con ironía. Se sabotea cualquier atisbo de esperanza con una frase cortante: “Ya lo sabíamos”. “Son todos iguales”. “Esto no se arregla más”.
Ahí, dice Figueroa, el poder encuentra su mayor eficacia: cuando logra que incluso los lúcidos sean funcionales. Cuando convierte la crítica en impotencia. Porque lo más útil para el sistema no es un pueblo engañado, sino un pueblo que ya no espera nada.
Por eso esta editorial no es un llamado a la indignación. Es una invitación a observar con precisión la economía de la obediencia en todas sus formas: arriba, donde se blindan privilegios; y abajo, donde se anestesia el deseo de transformación.
Porque no alcanza con saber. No alcanza con indignarse. No alcanza con la justicia social. Tampoco con la caridad.
Hay que empezar a desmontar la estructura que convierte cada gesto crítico en una coartada para seguir igual.
Y eso empieza, como todo, por no mirar para otro lado.
Bienvenidos a la edición 04.
Esto es FUGA.