por Enrico Colombres.
En un rincón de la realidad argentina, cada vez más habitual y crudo, conviven dos fenómenos que deberían escandalizar pero que, tristemente, comienzan a naturalizarse: por un lado, la profunda crisis del sistema educativo, y por otro, los proyectos que promueven bajar la edad de imputabilidad para delitos graves. Como si la solución ante la falta de educación, oportunidades, contención y desarrollo fuera más cárcel. Como si la respuesta social más eficaz fuera el castigo antes que la prevención.
En este contexto, la imagen de un niño entre rejas se convierte en una síntesis brutal de una época: una sociedad que no enseña, pero castiga; que no cuida, pero encierra; que no acompaña, pero exige.
El síntoma es la cárcel, la enfermedad es la desinversión
Argentina atraviesa un deterioro sistemático en el acceso a derechos básicos para la infancia: salud, alimentación, educación, vivienda, afecto. La niñez está precarizada. Según los últimos informes oficiales, más del 50% de los niños argentinos viven en situación de pobreza. Pero, en lugar de dirigir los recursos hacia políticas públicas de contención, escolarización y recreación, los debates se centran en endurecer penas.
Esto no es una casualidad. Es ideología. Es la decisión política de gestionar el conflicto social mediante la represión antes que mediante la inclusión. Las propuestas de bajar la edad de imputabilidad no responden a una necesidad jurídica, sino a una necesidad política. Y como señala el abogado y profesor de Derecho Penal de la UBA, Diego Luna: “De todos modos se debe tener en cuenta que todo lo jurídico es político en cierta medida, en todo caso, la recurrencia a implantar la discusión sobre la baja de la edad de imputabilidad es electoralista”.
Es entonces un discurso político partidario porque da votos en esa lógica de mano dura, ofrecer soluciones punitivas para problemas estructurales que no se quieren resolver.
No se trata solo de lo que se prohíbe, sino de lo que se niega: el derecho al jugar, al afecto, a la palabra, a ser escuchados, ¿Dónde está el interés superior del niño entonces?, así las cosas…. quedara en la mera letra del código civil y comercial de la nación, en el sentido propiamente Kelseniano, de un positivismo que no tiene nada de valor positivo en el universo del humano a pie que desconoce la ley, de un lenguaje coloquial que no le permite comprender la complejidad filosófica de la interpretación de la ley.
Como diría Cossio en su panorama de la teoría egologica “De esta manera, con los valores como categorías ontológicas de futuridad de la vida plenaria, se explica que los valores no sean, sino que valgan”
Educar no como deber moral, sino como derecho constitucional
En el plano jurídico, la Constitución Nacional, los tratados internacionales y la Ley de Protección Integral de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes reconocen a la educación como un derecho fundamental. Sin embargo, los índices de deserción, analfabetismo funcional y falta de conectividad tecnológica crecen año tras año.
Los docentes luchan con salarios que no cubren la canasta básica. Las escuelas están deterioradas. Las infancias más vulnerables son las más desamparadas. Pero el castigo llega rápido, organizado y financiado. Como si esa fuera la parte del Estado que siempre funciona.
Aquí vale citar a Marco Aurelio, emperador estoico, quien escribió: “La mejor venganza es no ser como tu enemigo.” Encarcelar a un niño no corrige nada: lo iguala al victimario que pretendemos sancionar. Porque ¿quién puede hablar de justicia si primero no se garantizó la equidad?
Prohibir para despertar deseo: Hernán Casciari y el poder de negar
En uno de sus relatos, el escritor argentino Hernán Casciari imagina una estrategia para fomentar la lectura en los niños: prohibirla. Crear un “Ministerio de la Lectura Prohibida”, esconder los libros como si fueran tesoros. La mejor forma de despertar el interés por la lectura sería convertirla en un acto rebelde, en un gesto de libertad, en un deseo de descubrir lo vedado.
La idea tiene una profundidad pedagógica: cuando algo se impone por la fuerza, se rechaza; cuando algo se presenta como una experiencia liberadora, se busca. Así debería ser la educación: no una obligación vacía, sino una puerta hacia el mundo. No un castigo, sino una aventura. No un deber, sino un derecho.
Pero en vez de promover el deseo de aprender, se organiza la burocracia para castigar al que nunca tuvo oportunidad.
Cossio y la libertad como fundamento del Derecho
Aquí es donde la Teoría Egológica del Derecho de Carlos Cossio cobra actualidad. Según Cossio, el Derecho no es un sistema de normas abstractas, sino un fenómeno humano que tiene como núcleo la conducta en libertad. En su formulación ontológica, afirma:
“Todo lo que no está prohibido está jurídicamente permitido”.
Y advierte: convertir esta regla en su opuesto —“todo lo que no está permitido, está prohibido”— es negar la esencia misma del Derecho, que es la libertad.
Es decir, el orden jurídico no puede operar bajo la sospecha permanente, bajo el prejuicio, bajo el autoritarismo que criminaliza por anticipado. Menos aún cuando se trata de niños. La conducta humana, dice Cossio, es libertad fenomenalizada. Y si el Derecho no reconoce esa libertad como su “prius”, deja de ser Derecho para convertirse en mecanismo de opresión.
¿Presos o alumnos? ¿Cárceles o escuelas?
La disyuntiva no es abstracta. Es política. Es presupuestaria. Es ideológica. No es cierto que no haya recursos: lo que falta es voluntad de invertir donde más se necesita. ¿Cuántos centros de rehabilitación para adolescentes en conflicto con la ley penal se han cerrado en los últimos años? ¿Cuántas escuelas rurales están sin conectividad? ¿Cuántos niños comen sólo en los comedores escolares? ¿Cuántos docentes trabajan en condiciones de precariedad absoluta?
No se trata de romantizar la niñez ni de negar que existan delitos graves cometidos por menores. Se trata de entender que la respuesta no puede ser el encierro como reflejo automático. Que hay una sociedad entera que debe asumir su parte de responsabilidad. Que antes de juzgar, hay que acompañar. Y que antes de castigar, hay que educar.
Conclusión: el verdadero crimen es abandonar a la infancia
Mientras se discute la edad de imputabilidad, nadie discute la edad mínima para acceder a una vivienda digna, a una educación de calidad, a un sistema de salud que no sea ruinoso. En una sociedad donde se criminaliza la pobreza infantil, los discursos sobre “seguridad” son meras coartadas para sostener el statu quo.
Marco Aurelio decía también: “El alma se tiñe del color de sus pensamientos”. Si nuestros pensamientos sobre la infancia están teñidos de miedo y castigo, ante estos ya encasillados posibles “delincuentes menores” entonces habremos perdido el alma colectiva.
Y si es cierto, que no se puede pensar un Derecho Penal infantil desde el Código Penal sino desde un Código de la Infancia, entonces tendremos que asumir que educar es mucho más urgente que encarcelar.
El verdadero acto de justicia será el día en que ningún niño tenga que ser juzgado, porque todos habrán sido cuidados, contenidos y educados.
Porque como también, lo prohibido fascina. Y si queremos fascinar a nuestros niños con un futuro distinto, empecemos por construirlo hoy. Con escuelas, libros, afecto y justicia verdadera. No con barrotes.