por Marcela Elorriaga
“La salud no siempre es la ausencia de dolor. A veces, es la decisión de no seguir huyendo.”
A veces pienso que estar sanos no es simplemente que el cuerpo no duela. Es otra cosa. Estar sanos —de verdad— es mirar hacia adentro. Es hacernos cargo. Es poder detenernos, tomar decisiones, pensar en uno mismo sin culpa. Ser protagonistas de la propia vida, y no extras de una rutina que nos arrastra.
Pero vivir así implica asumir un peso. Y en esa exigencia de conciencia, muchas veces elegimos inconscientemente enfermarnos. Nos dejamos llevar por la vorágine de lo urgente, por la excusa del “no tengo tiempo”, por esa agenda que nunca se vacía. Y entonces enfermamos. El cuerpo habla por nosotros. Dice lo que callamos. Grita cuando no sabemos cómo pedir ayuda.
Porque sí: la enfermedad también es un lenguaje.
Y a veces, ese lenguaje nos salva. Nos vuelve visibles. Nos vuelve frágiles y, por eso mismo, atendibles. Enfermarnos puede ser una forma de que nos escuchen. De que nos miren. De que alguien nos diga: “te veo”. Lo sé porque me pasó. Mi enfermedad fue mi aliada. Mi compañera. Mi excusa. Incluso, durante un tiempo, mi refugio. Gracias a ella, sentí que por fin estaban ahí para mí. Me preguntaban cómo me sentía, me cuidaban, me abrazaban. Me tenían en cuenta.
Y en esa atención, me aferré.
Pero también entendí algo doloroso: no quiero tener que enfermarme para que me vean. No quiero necesitar un síntoma para merecer afecto. No quiero que mi cuerpo tenga que caer para que mi voz sea escuchada.
Vivimos en una sociedad que corre hasta que colapsa. Que romantiza el cansancio. Que nos empuja a rendir, a producir, a ocuparnos de todo menos de nosotros mismos. Y cuando ya no damos más, recién ahí se habilita el descanso: con certificado médico, con prescripción de pausa.
Nos enseñaron a cuidar el auto, el celular, el trabajo. Pero no a cuidar la salud como una forma de amor propio. No como una práctica diaria. No como un derecho. La salud se volvió una meta médica, no una experiencia sensible. Y lo cierto es que estar sanos no es solo no estar enfermos: es poder habitarnos con ternura.
Deberíamos enseñar eso desde chicos. Que no hay que esperar a que algo duela para escucharse. Que el cuerpo es un aliado, no un enemigo. Que la mente necesita tregua, no exigencia. Que lo emocional también se inflama, también se intoxica, también necesita sanar.
No somos máquinas que fallan. Somos seres frágiles y únicos, que deberían tener la fortaleza suficiente para enfrentar lo bueno y lo malo de la vida… sin tener que romperse cada vez que algo duele.
Estar sanos, quizás, es eso: tener el coraje de ser, incluso cuando todo alrededor nos empuja a escapar de nosotros mismos.