Por Nicolás Salvi.
La historia de la ciencia es, en gran medida, la historia de su secuestro. Lo que alguna vez fue una caja de herramientas colectiva para entender y transformar el mundo terminó encapsulado en laboratorios, universidades y comités de expertos que dictaminan qué es real y qué no. Comunidades científicas que además, pueden estar en gran medida al servicio de un poder no-epistémico. Pero este corporativismo cooptado no es una condición necesaria de la actividad científica. Para algunos, nunca debió serlo. Aleksandr Bogdanov (Александр Александрович Богданов, 1873-1928), revolucionario, filósofo, médico y hereje del conocimiento, imaginó la ciencia como una práctica de comunión, un acto de amor colectivo, una estrategia de reorganización social basada en la reciprocidad material y simbólica. Ciencia como circulación e interdependencia.
Bogdanov es recordado –cuando se lo recuerda– por su ambicioso intento de desarrollar una teoría general de la organización, la “tectología”. Su premisa era que todas las estructuras –biológicas, sociales, económicas– responden a principios organizativos comunes. En su visión, la sociedad era un organismo complejo que sobrevivía por la cooperación entre sus partes. Su intuición no se detuvo en la parábola. La salud era un proceso sostenido colectivamente. Enfermar era un síntoma de un sistema social mal ensamblado. Ahí es donde entra la sangre.
Médico de formación, con práctica clínica real y una fuerte vocación científica, Bogdanov no era un científico de claustros cerrados. Participó activamente de los procesos revolucionarios rusos y fue uno de los primeros bolcheviques en considerar que la ciencia debía ponerse al servicio de la emancipación proletaria. Fundó el Instituto para las Transfusiones de Sangre en Moscú en 1925, convencido de que compartir sangre era un acto de comunión ético-política. La gran revolución ético-científica.
Veía el cuerpo humano como parte de un organismo colectivo más amplio. A través de la transfusión de sangre, canalizaba su apuesta por una ciencia comprometida con la transformación social. Imaginó un socialismo sanguíneo, la redistribución literal de la vitalidad. La transfusión era un gesto de solidaridad radical más que un procedimiento clínico. Un acto en el que la comunidad circulaba, latía y se renovaba en la carne misma de sus integrantes.
En su novela Estrella Roja (1908), Bogdanov imaginó un Marte comunista donde la colectivización no se detenía en los medios de producción, sino que llegaba hasta el flujo vital de los cuerpos. Las transfusiones de sangre eran allí una práctica regular, casi doméstica, una rutina tan común como comer o conversar. La sangre transitaba entre camaradas como un bien común. Se compartía para equilibrar, para sanar, para vivir un poco más entre todos. La técnica se encarnaba en gestos cotidianos de cuidado mutuo. El cuerpo individual se volvía, literalmente, una parte del cuerpo colectivo. En ese sistema de circulación —roja, palpitante, solidaria— la ciencia dejaba de ser un arsenal de datos al servicio de unos pocos para convertirse en una política del vínculo.
Lo que en la Tierra todavía era visto como intervención médica extrema, en el planeta rojo funcionaba como una infraestructura viva de cooperación. Lo que Bogdanov proponía era una racionalidad alternativa, una que entiende que prolongar la vida no tiene sentido si no es una vida compartida. Desde esa órbita, la medicina se vuelve el centro del ethos, la biología se transforma en el cenit de la política y la ciencia se convierte, nuevamente, en acto de amor. Una forma concreta y materializada de comunismo.
Esta visión no encajaba del todo con el nuevo orden soviético. Bogdanov era un bolchevique de la primera hora, compañero de Lenin en los años iniciales del movimiento revolucionario, pero también su rival ideológico. En los debates sobre filosofía marxista, defendió una concepción más plural y experimental del conocimiento. Su disputa con Lenin, especialmente en torno a la relación entre ciencia, ideología y experiencia, marcó una fractura temprana en el proyecto socialista. No había lugar para la biología insurgente del médico comunista.
Sin embargo, Bogdanov no murió en un gulag ni fusilado por disidencia ideológica. Murió en el laboratorio, tal como había vivido, experimentando en carne propia una idea. En 1928, se sometió voluntariamente a una transfusión cruzada con un joven enfermo de malaria y tuberculosis, convencido de que el intercambio recíproco de sangre podría generar sanación. El joven sobrevivió. Bogdanov no. Su muerte fue recibida con una mezcla de conmoción y escepticismo. Para algunos, fue el desenlace trágico de una obsesión. Para otros, una advertencia contra la desmesura utópica.
Aun muerto el médico generaba fastidio. A medida que la revolución se burocratizaba y consolidaba su ortodoxia, su figura resultaba cada vez más incómoda. Demasiado radical para el conservadurismo de la naciente nomenklatura, y tremendamente heterodoxo para encajar en el molde de la ciencia soviética planificada. Su Instituto de Transfusión fue intervenido, su teoría de la tectología relegada, y su nombre, lentamente, borrado del panteón oficial. Bogdanov, el bolchevique que quiso salvar al mundo con sangre compartida, quedó al margen de la roja historia. Pero su corazón, su bomba de sangre, siguió latiendo en los pliegues más viscerales de la narrativa socialista.
Por esto, su historia no termina ahí. Imaginemos la escena que relatamos hace un momento, pero sin nombres: un médico en un laboratorio moscovita ofrece su brazo para una transfusión. Frente a él, un joven enfermo, pobre, agotado. Intercambian sangre. Intercambian futuro. Uno muere, el otro vive. No es ficción. Es experimento. Fue el gesto. Fue la tesis.
¿Qué hacemos con una figura así? Demasiado bolchevique para los liberales, demasiado herético para los marxistas, demasiado empirista para los místicos, demasiado místico para los positivistas. Bogdanov desborda los casilleros. Su ciencia sangra. Su ética circula.
No dejó escuela. No dejó doctrina. Pero dejó una imagen. Cuerpos unidos por venas comunales, transfundiendo vida como si la igualdad no fuera solo un principio abstracto, sino un hecho biológico. Un sistema circulatorio común. Una máquina afectiva. Una tecnología del vínculo.
Quizás por eso lo olvidamos. Porque no prometía eficiencia, sino solo reciprocidad. Lo suyo no era una utopía encerrada en un manifiesto. Era una línea de fuga. Un mapa sin bordes.
Nos queda pensar si algún día será real el sueño del joven Alexander, y el futuro no se parezca a una inteligencia artificial que lo predice todo, sino a un cuerpo humano que se abre a otro cuerpo humano y le dice: tomá, usá mi sangre. Vamos juntos. Aunque sea por un rato más.
(…Continuará…)