por Nicolás Gómez Anfuso.
Argentina atraviesa un proceso de reconfiguración económica que establece una posición ineludible para todos los agentes económicos, sin importar el sector. Al igual que en un baile, cuando la música cambia repentinamente en el boliche y los pasos anteriores ya no sirven, esta nueva realidad económica exige a los actores adaptarse a un ritmo distinto, con movimientos y estrategias renovadas.
La administración política actual propone un plan económico que invita a los empresarios a subirse al tren del cambio y alinearse con sus premisas. Para un empresario, es absurdo especular con el fracaso de este plan, imaginar un derrocamiento del gobierno o un retorno a modelos anteriores, como el kirchnerismo. Por el contrario, para desarrollar sus proyectos, los empresarios están obligados a ser optimistas, a confiar en que la economía crecerá y prosperará, y a creer que sus inversiones son viables y se concretarán. En esencia, el empresario está condenado a proyectar un futuro positivo, porque solo con esa mentalidad su inversión podrá florecer.
En este escenario, la supervivencia de las empresas depende de la destreza de sus líderes para tomar decisiones acertadas. Esto implica un análisis profundo de la realidad económica, financiera y política del entorno en el que operan. Incluso si un empresario no comparte las ideas del gobierno, debe considerar las directrices del nuevo plan económico para garantizar la continuidad de su negocio.
En resumen, los empresarios deben confiar en el rumbo propuesto, asumir que el futuro será próspero y alinear sus estrategias con esta visión. Nadie invierte esperando el fracaso; en cambio, quien cree en un horizonte positivo arriesga su capital y pone en marcha sus proyectos. La clave está en esa confianza: un empresario que apuesta por el éxito no solo impulsa su negocio, sino que contribuye al progreso colectivo.
En la Argentina actual, donde un nuevo plan económico se abre paso con dolor, ajustes y promesas de orden, hay una verdad que incomoda pero no puede eludirse: el empresario está condenado a creer.
No es una opción. No es ideología. No es simpatía con el gobierno de turno. Es una necesidad estructural.
Quien quiera emprender, invertir, producir o expandir su empresa en este país debe creer —con o sin ganas— que el futuro será mejor que el presente. Esa es la piedra basal de toda inversión.
Es absurda —y peligrosa— la posición del empresario que “espera a ver qué pasa”. ¿Qué pretende que pase? ¿Un mundo sin riesgo? ¿Una economía donde los ciclos estén garantizados? ¿Un gobierno que venga con certificado de éxito histórico?
La inversión es un salto al vacío. Siempre lo fue. Y lo seguirá siendo.
Pero hoy, más que nunca, quien desee prosperar debe asumir que el plan económico vigente tendrá éxito. Aunque lo deteste. Aunque haya votado lo contrario. Aunque sueñe con otro rumbo.
¿Por qué? Porque sin esa creencia, no hay inversión. Y sin inversión, no hay empresa.