por Rodrigo Soriano.
Los cambios en nuestras conductas y comportamientos, causados por los avances tecnológicos no son ninguna novedad. El ser humano en las últimas décadas desarrolló la capacidad de adaptabilidad mucho más veloz que en toda la historia. La inteligencia artificial (IA), la automatización y las innovaciones digitales parecen ser soluciones universales para todos los problemas de la humanidad. Sin embargo, este entusiasmo desmedido por la tecnología ha generado un fenómeno peculiar: el tecnofetichismo. Este término, utilizado de manera crítica, describe el culto ciego a la tecnología, una especie de veneración incondicional que desdibuja sus implicaciones éticas y sociales. A través de este fenómeno, muchos se apresuran a implementar tecnologías sin una reflexión profunda sobre los costos que implican, especialmente en términos de derechos y garantías fundamentales.
El tecnofetichismo, al igual que otras formas de fetichismo, coloca a la tecnología en un pedestal y la convierte en un fin en sí misma, sin cuestionar si las soluciones que ofrece son realmente las más adecuadas ni si sus efectos son verdaderamente positivos. Este fenómeno se alimenta de una narrativa tecnocrática que reduce los complejos problemas humanos a simples desafíos técnicos que pueden resolverse con la incorporación de nuevos gadgets, algoritmos o sistemas de automatización. La IA, como ejemplo más claro, se presenta como un salvavidas para todos los problemas, desde la toma de decisiones judiciales hasta la optimización de la salud pública. Sin embargo, esta visión reductora pasa por alto las enormes implicaciones que la adopción indiscriminada de estas tecnologías puede tener en aspectos tan fundamentales como la privacidad, la autonomía personal y la igualdad ante la ley.
La centralidad de la tecnología en la sociedad contemporánea ha llevado a una situación en la que se prioriza la innovación y la eficiencia por encima de las garantías fundamentales. Cada día, nuevas tecnologías son implementadas en el ámbito judicial, educativo, laboral y médico, sin la suficiente consideración de sus efectos en los derechos individuales. Un ejemplo claro es la integración de la IA en los procesos judiciales, un campo en el que la automatización promete hacer más rápidas y eficientes las resoluciones de los jueces. Sin embargo, esta tendencia plantea graves riesgos para la justicia y la equidad. El uso de algoritmos que deciden sobre la vida de las personas sin la debida transparencia, cargada de sesgos discriminatorios o el análisis crítico puede llevar a la creación de sistemas opacos que reproducen y amplifican sesgos discriminatorios, violando el derecho a un juicio justo.
En el contexto argentino, la expansión de la IA y otras tecnologías disruptivas debería ser regulada con cautela. En este país, como en muchos otros, las brechas sociales y económicas son amplias, y la implementación sin restricciones de estas tecnologías puede terminar por reforzar las desigualdades existentes. Si no se establece un marco ético claro, basado en principios fundamentales como la protección de los derechos humanos, los avances tecnológicos podrían acabar convirtiéndose en herramientas de control social, alejadas de su propósito original de mejorar la vida de las personas.
Por el contrario, muchas figuras de importancia en la divulgación de la IA en nuestro país plantean que Argentina ha sido elegido como un polo tecnológico en Sudamérica, ya que en nuestro país vecino Brasil ha decido tomar cartas en el asunto y elegir el modelo regulatorio europeo. Indican que esta regulación lleva al fracaso del modelo, ya que las grandes empresas buscan una tierra fértil en esta materia para poder desarrollar sin restricciones su producto.
Además, el fervor por las tecnologías puede inducir a una falsa creencia en su infalibilidad. En este sentido, se corre el peligro de despojar a la tecnología de su dimensión humana. La IA no es imparcial por naturaleza, y sus decisiones están determinadas por los datos con los que se alimenta y los algoritmos que la programan. Sin una intervención ética, los resultados que ofrece pueden estar plagados de prejuicios. De hecho, uno de los mayores desafíos éticos del uso de la IA es precisamente su tendencia a reflejar las desigualdades y sesgos de la sociedad en la que se desarrolla. Si las empresas y gobiernos no son conscientes de estos peligros y no buscan activamente evitar estos sesgos, la IA puede acabar reforzando las estructuras de poder existentes en lugar de contribuir a la justicia social.
La cuestión de la privacidad también es crucial. El diseño de sistemas automatizados que recopilan, procesan y almacenan datos personales sin el debido consentimiento puede vulnerar gravemente los derechos fundamentales de las personas. No podemos permitir que la promesa de un futuro más eficiente se traduzca en una renuncia generalizada a la protección de nuestra información más íntima. La digitalización de la vida cotidiana debe ir acompañada de un riguroso marco de derechos que regule el uso de estos datos, no solo para evitar abusos, sino también para garantizar que la autonomía personal no sea sacrificada en nombre de la eficiencia.
En conclusión, el tecnofetichismo y la banalización de los avances tecnológicos nos exponen a un riesgo inminente: el de perder de vista lo esencial. No se trata de rechazar la tecnología, sino de integrarla de manera responsable y ética en nuestras vidas, garantizando que su implementación no implique la vulneración de los derechos y garantías fundamentales. Solo de esta manera podremos evitar que la tecnología se convierta en un instrumento de dominación, y no en una herramienta que sirva al bienestar de todos. Por tanto, la reflexión crítica sobre los límites éticos de la innovación es más urgente que nunca. No podemos permitir que el fetichismo tecnológico nos lleve por un camino donde la humanidad quede subordinada a la máquina.