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CUANDO CONOCÍ A RAÚL SOLDI

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por Walter Bernal.

Era una mañana de rutina, como siempre, en la antigua División Defraudaciones y Estafas del Departamento Central de Policía. Era un novel Oficial que daba sus primeros pasos como adjunto en la Oficina de Judiciales: revisaba sumarios, completaba diligencias y aprendía a realizar consultas con los juzgados de turno, algo que no era fácil. Estar compenetrado con las causas en trámites y saber todas las medidas que se debían cumplimentar, tampoco lo era. 

Recuerdo que esa misma mañana, se estaba trabajando en un secuestro extorsivo. La División contaba con el mínimo del numerario, el resto de los hombres estaban abocados a la investigación con tareas de campo. Sólo el Personal de Elite, los más capacitados, participaban en esa tarea. ¿Cuándo estaré con ellos? ¿Cuándo me va a tocar a mí?, me preguntaba una y otra vez. Recién empezaba, me faltaba mucho por aprender.

Con un llamado por el intercomunicador, el Comisario Vicente Luis Palo interrumpió mi tarea, me pedía que fuera a su oficina con la máquina de escribir para recibir una declaración testimonial. Al ingresar a su despacho me dijo: Pibe, sentate y escribí. Te voy a dictar la declaración de la señora aquí presente. Se trataba de la señora María Elena, nuera del pintor y artista plástico argentino Raúl Soldi, reconocido por sus obras y de trayectoria internacional. Claro que yo hasta ese momento no sabía quién era. Nunca había escuchado hablar de él. 

María Elena era su apoderada una mujer muy elegante, refinada, de ojos azules intensos, conocedora y certificante de sus obras, quien había viajado por el mundo exponiendo el arte de su suegro. Mientras ella declaraba, el Comisario me dictaba. Se trataba de una falsificación de cuadros. Las pinturas del maestro Soldi se devaluaban y ya nadie quería comprar sus obras en el mercado.

— ¿Y quién se va hacer cargo de la investigación?, preguntó María Elena.

—El Oficial, respondió el Comisario señalándome con una mirada cómplice. 

Lo miré atónito. Era mucha la responsabilidad, y sumado a eso, el desconocimiento y la inexperiencia me hacían dudar. Pero el jefe, quien apreciaba mi voluntad de trabajo, me tocó el hombro y, simplemente, sonrió. 

Cuando despedimos a la declarante, el Comisario me dijo: ¡Escúchame, pibe! Esta investigación la vamos hacer entre los dos, vos vas hacer todo lo que yo te diga. La operación en la calle va a ser tuya. Yo te guio, vos elegí un hombre para que te secunde. Y fue ahí donde di mis primeros pasos como aprendiz de investigador.

Entre los pocos hombres que quedaban en la oficina, seleccioné al Sargento Lino Bogado: un excelente Suboficial, un investigador nato. Había sido un hombre de Brigadas y conocedor de la calle, quien por cuestiones económicas, tuvo que abandonarla y dar lugar al Servicio de Policía Adicional para ayudar a su familia. La vida del policía es así, el salario nunca es generoso con uno.

Había una pregunta que me daba vueltas, ¿cómo iba poder empezar la investigación si yo no conocía nada de arte ni del damnificado? Necesitaba saber más de él y, sobre todo, qué era lo que buscábamos realmente. Al día siguiente, se me ocurrió visitar la Biblioteca del Congreso Nacional. En aquellos días no existía Google, toda las búsquedas se hacían en forma manual a través de libros y documentos. Le pedí a la bibliotecaria que me recomendara libros sobre su arte y biografía. Así pude saber que el maestro Soldi había nacido en la Ciudad de Buenos Aires el 27 de Marzo de 1905, que se había graduado en la Academia Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y que en 1921 viajó a Alemania para estudiar en la Academia de Bellas Artes de Berlín y de Milán Italia. También que fue reconocido en el mundo por capturar la esencia humana a través de sus obras, creando un estilo propio. Quedé impresionado por semejante trayectoria.  

Bajo las indicaciones del Jefe comenzamos con las tareas de campo: visitando galerías de obras de arte, lugares de compra y venta y hablando con artistas y curadores de cuadros. Llegamos a un comercio de antigüedades en la zona de San Telmo, donde nos informaron que días atrás, se había apersonado un joven junto a una señora mayor de edad, ofreciendo a la venta varios cuadros, entre ellos, autores argentinos como Raúl Soldi, Antonio Berni y Lino Spilinbergo. Ambas personas habían dejado como contacto un número de teléfono y nombre: Carlos. Así orientamos nuestra investigación, determinando que el teléfono pertenecía al Hotel Suipacha, que se ubicaba en la calle Suipacha 515.

Nos ordenaron, entonces, visitar de forma encubierta el hotel para investigar el registro de pasajeros.  El primer año en la División, fui destinado a la Mesa de Capturas, donde tuve que recurrir a distintos artilugios para lograr detenciones, disfrazándome como empleado de ENTEL, de SEGBA y de Correo Argentino entre otros. Fue ahí donde comenzó a aflorar mi creatividad con el objeto de obtener toda la información necesaria para la investigación. En este caso, con el Sargento Bogado, nos hicimos pasar por Inspectores Municipales (en aquel entonces la Ciudad Autónoma de Buenos Aires era Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires). Utilizando esa cobertura ingresamos al Hotel, donde chequemos y tomamos los datos de todos los pasajeros. Entre ellos, figuraba el nombre Carlos Alberto García, que, según el encargado, había tomado una habitación por unos días y solo pasaba a levantar los mensajes telefónicos que le dejaban. 

Así fue como comenzamos a buscar e identificar a todos los pasajeros, en especial a García. Se confeccionaban los pedidos de informe y se solicitaban los Prontuarios (todo ciudadano que poseía Pasaporte y/o Cédula de Identidad en el país, o tenían antecedentes por distintas causas, se les adjudicaba un número de Prontuario). Resultó ser que con ese nombre había muchos homónimos y el número de documento no coincidía con ninguno.

El Comisario, que siempre supervisaba nuestras tareas, nos ordenó nuevamente visitar la galería de antigüedades en San Telmo para convencer al dueño que pactara la compra de las obras ofrecidas, para que de esa manera pudiéramos lograr la identificación y detención de los portadores. 

Al día siguiente, bien temprano, recibimos el llamado del dueño del local de San Telmo, la compra de las obras se había pactado para el medio día. Con el Sargento Bogado nos constituimos en forma urgente en el lugar para ultimar los detalles de la detención. Llegada la hora, ingresó al local un joven de, aproximadamente, unos veinte años, junto a una señora mayor, portando ambos sendos cuadros. No había dudas de que se trataba de ellos. Ingresamos al local, nos identificamos y los interrogamos. Resultaron ser María del Carmen Zaremba y Matías Zaremba (tía y sobrino), a quienes trasladamos a la sede del Departamento Central junto con los cuadros secuestrados.

Durante el viaje, el joven se mostró nervioso y angustiado. Tratamos de calmarlo. Aún así, comenzó a hablar en forma espontánea. Nos dijo que él solamente cumplía las ordenes de su padre en llevar y vender los cuadros, que el dinero de la venta debía entregárselo a las quince horas en el Hotel Chacabuco, habitación 46, a nombre de Juan Carlos García. Sin embargo, el padre se encontraba ajeno a todo lo sucedía, la única forma de comunicarse era a través de teléfono de línea. Cuando llegamos a nuestra base, el Comisario nos ordenó ir hasta el hotel y montar una capacha (jerga policial del lunfardo sobre una vigilancia encubierta) en las inmediaciones y lograr la detención de la persona. Mientras nos dirigíamos al hotel, nos informaron por radio que Juan Carlos García era en realidad Juan Carlos Zaremba: poseía pedido de captura internacional de Interpol por falsificación de obras de arte en Europa. A la vez, que también se desplazaba en un vehículo color azul. 

Frente al hotel, justo en diagonal, había una parada de colectivo. Ahí nos turnábamos con el Sargento a cada hora para vigilar desde esa posición, mientras que el otro vigilaba desde la esquina, a unos cincuenta metros. Así fueron pasando las horas, Zaremba nunca aparecía. Mi impaciencia e inexperiencia me decían que no iba a venir, en varias oportunidades llamé al jefe queriendo levantar el servicio, pero él me decía una y otra vez: ¡espera ahí y no te muevas¡ Cuando se hicieron las once de la noche, Bogado me avisó debía entrar a su Servicio de Policía Adicional, que no tenía relevo. Lo autoricé a que se retirara y me quedé solo. Así pasó el tiempo y sin darme cuenta se habían hecho las dos de la madrugada. Ahora me encontraba sin relevo y sin dinero para comer. Recuerdo que por aquel entonces nuestro salario era el mínimo, la plata nunca alcanzaba. Vivía en una casa alquilada en la Provincia de Buenos Aires (era más económico que vivir en Capital). Siempre me atrasaba con los pagos. Nunca estaba. La casa estaba vacía, sin muebles, al igual que mi heladera: sólo había una botella de agua, un limón y restos de comida vieja. Contaba con cinco pesos por día, eso me alcanzaba para el pasaje en colectivo ida y vuelta, un sándwich o un café. Era soltero, sin compromisos y feliz con el trabajo que había elegido. Hice mi último intento de llamar por radio y abortar la vigilancia. Obvio que recibí la misma respuesta: ¡Espera ahí y no te muevas, pibe¡ Y en ese preciso momento, al levantar la vista, observé un vehículo Peugeot 505, azul metalizado, nuevo, que trataba de estacionar frente al hotel. Por un momento, pensé en que podría escaparse. Corrí a toda velocidad a su encuentro, estábamos en Suipacha y Florida, plena madrugada. Desenfundé. Salté sobre los vehículos estacionados, mientras me abría paso entre los transeúntes. Cuando llegué al vehículo, me  identifiqué al grito de Policía Federal, el conductor bajó el vidrio, levantó sus manos y me dijo: Pibe, no me quemés… Efectivamente se trataba de Juan Carlos Zaremba. 

Inmediatamente, a mi alrededor, observé una gran congestión. Se empezó a llenar de curiosos, nos rodearon, golpeaban el vehículo, nadie entendía nada, pero todos querían golpear al conductor. Le ordené que apagara el vehículo, le quité las llaves, subí y me senté a su lado como acompañante. Le devolví las llaves y puso en marcha el auto. Me preguntó a dónde íbamos. Yo te digo, le respondí.

Camino al Departamento Central, Zaremba trataba de explicarme cómo lo estaba perjudicando con la detención y trataba de convencerme para que accediera a dejarlo en libertad a través de un arreglo económico. Comenzó con 30.000 dólares y, ante mi negativa, seguió redoblando la apuesta. Su última oferta fue de 50.000 dólares y el vehículo, pero teníamos que pasar primero por su casa por el dinero y los papeles de auto. Me quedé mirándolo por algunos segundos. Detuvo la marcha del auto. 

—Vamos, le dije.

—¿A mi casa?

—No, al Departamento Central, le respondí. 

Zaremba había sido detenido.

A la mañana siguiente, nos entregaron las órdenes de allanamiento para la habitación 46 del Hotel Suipacha y domicilio del falsificador. Se secuestraron pinturas al óleo, acuarela y al carbón, láminas, marcos, copias con firmas apócrifas de distintos artistas argentinos y extranjeros. La investigación había sido todo un éxito. 

Con los elementos ya incautados, el Comisario me ordenó constituirme en el domicilio del maestro Raúl Soldi, para tomarle declaración testimonial y certificar la autoría de las pinturas con su firma. Vivía en el Barrio de Belgrano, en un chalet de estilo inglés, color blanco con tejas rojas, ubicado junto a las vías del tren. En el frente, tenía un jardín con variedad de flores que bordeaban el caminito de ingreso a la vivienda. Me recibió su nuera, María Elena. A penas ingresé, percibí una agradable fragancia a rosas que posaban en un florero añejo sobre la mesa del living. Sobre un mueble antiguo, había fotos del maestro que retrataban los momentos más importantes de su vida. 

Pasado unos minutos, se apersonó una señora mayor: era Doña Estela, su esposa, quien muy amablemente, a paso cansino, me ofreció una taza de café. María Elena, me llevó hasta una pequeña galería donde estaba Don Raúl sentado en una mecedora, en pijamas y bata, viendo pasar el tren, mientras me esperaba. Recuerdo que acerqué una pequeña mesa de jardín para colocar mi máquina de escribir y sentarme a su lado. Era un abuelito bonachón, muy agradable. Enseguida entramos en confianza. No podía creer que con mi cara de nene había resuelto el caso. Mientras le recibía declaración, hablábamos de sus historias pasadas y nos reíamos de sus anécdotas picarescas: que había trabajado en Hollywood como escenografista pintando fondo de telón para las películas en blanco y negro, que en varias oportunidades estuvo presente en los sets de filmaciones y que conoció personalmente a varias estrellas de la época, entre ellas Humphrey Bogart y Kirk Douglas. Me contó de sus obras donadas a Iglesias de Nazareth, en Israel, y al Vaticano, que había pintado la Cúpula del Teatro Colón de Buenos Aires en la década de los 60 y de sus encuentros de café, en el Tortoni, con Quinquela Martín y Antonio Berni, con quienes tenía una excelente relación. Así pasamos varias horas hablando. Constantemente, me agradecía por el trabajo que había realizado enviando a la cárcel a los falsificadores. Una vez que finalizamos el acto de reconocimiento de las obras apócrifas, Don Raúl me pidió que lo ayudara a incorporarse y que lo acompañara al interior de la casa. Me llevó hasta un pequeño sector que oficiaba de taller, donde creaba sus obras. Un lugar sagrado lleno de pinturas, variedad de pinceles y cuadros, óleos y estantes con láminas de dibujos al carbón y acuarela. Recuerdo que me dijo:  Yo prometí que si todo salía bien, te iba a regalar una de mis pinturas. Tomó una y me la dedicó de puño y letra: “Al que me salvó de los delincuentes, Walter Bernal 1989”. Le agradecí, me despedí y me retiré, mientras él, simplemente, se sentó a pintar.

Nunca más supe de él hasta su muerte, el 21 de abril de 1994. 

Aunque siempre lo recordaba cuando veía ese solitario cuadro, colgado en esa inmensa pared, de mi casa vacía. 

 

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