por José Mariano.
Si Stavrguin cree, no cree que cree. Si no cree, no cree que no cree.
Dostoievski, Los poseidos.
Hoy somos, quizás, apenas un leve reflejo de lo que alguna vez fue el hombre. Un ser capaz de demorarse en sus propias preguntas, de cargar con el peso del sentido, de sostener la mirada aun frente al abismo. Y no lo digo para justificar nada, sino para intentar exponer un problema que considero más profundo y urgente. Tal vez ya no contemos con la arquitectura mental necesaria para sostener preguntas morales, ni con la capacidad interior de contemplación que exige detenerse a pensar.
Bifo Berardi explica esta circunstancia desde la intensificación brutal de los flujos de información que no solo ha saturado nuestra atención, sino que ha transformado la estructura misma de la mente humana. Hoy no alcanzamos a interactuar con la información, apenas la rozamos antes de que otra ola nos golpee. La mente, se ve obligada a retirarse, a delegar, dejando el manejo de las interacciones en manos del cuerpo, las emociones y las máquinas. Lo que antes era reflexión ahora es automatismo. Pensar, en el sentido viejo, artesanal, de rumiar un dilema, se ha vuelto un lujo considerado inútil, casi excéntrico.
Para Éric Sadin la tecnología ya no actúa como simple herramienta que expande nuestras capacidades, sino como un eficiente sistema normativo que gobierna la experiencia humana. La inteligencia asistida no solo nos ayuda a escribir o a comprar, sino que también fija criterios, organiza la relevancias, decide de alguna manera por anticipado qué merece nuestra atención. La vieja autonomía ilustrada termina siendo reducida a una ilusión de control.
Por otro lado, Boris Groys agrega otro argumento fundamental al señalar que hoy lo esencial no es el significado, sino la permanencia en el flujo, ese movimiento continuo de visibilidad que no busca sentido, sino presencia constante. El valor no proviene de lo que algo dice, sino del hecho de que siga siendo dicho, compartido, repetido. La cultura, y con ella el pensamiento, se vacían de toda voluntad de verdad para volverse pura gestión de visibilidad, todo debe circular, incluso si no contiene nada.
¿Quién es entonces este “hombre” del que hablaban Aristóteles, Kant, Nietzsche o incluso Foucault? Ese sujeto racional, autónomo, que se interroga por el bien y el mal… ¿sigue existiendo o es apenas un eco? Para Aristóteles, el hombre era un zoon politikon, inseparable de la comunidad; para Kant, un sujeto moral regido por el imperativo categórico; para Nietzsche, una voluntad de poder que debía superar su propia forma; y para Foucault, una construcción histórica, moldeada por dispositivos de saber y poder. Cada uno lo pensó desde una perspectiva distinta, pero todos coincidieron en una certeza; que había algo esencial en ese gesto de pensarse a sí mismo. Desde hace décadas lo humano dejó de pensar por sí solo. Vivimos con inteligencias que corrigen nuestras palabras, anticipan nuestros gustos y moldean incluso los contornos de nuestros deseos. ¿Entonces hasta qué punto somos nosotros quienes elegimos?
Quizá por eso la autojustificación moral se ha vuelto más cínica, más irónica. Ya no requiere una trama elaborada. Basta con invocar el agotamiento, la desmesura del mundo, la imposibilidad de hacer pie. Y así, lo humano se repliega. Ya no es un sujeto soberano, sino una conciencia intervenida, rodeada por sistemas que sugieren, filtran, completan, anticipan. La libertad persiste, pero debe abrirse paso entre capas de automatismo disfrazado de ayuda.
Así, la pregunta por la responsabilidad se evapora. Nadie parece decidir, pero todo sucede. Las tecnologías sugieren, nosotros aceptamos. El algoritmo propone, nosotros asentimos. El mundo se acelera, pero no hay mano visible que lo impulse. Entonces, ¿quién decide cuándo todo se acelera? ¿Quién puede -o quiere- detener el flujo? ¿Y quién asume el costo de existir en un sistema que prefiere la eficiencia a la conciencia, la reacción al juicio, la predicción a la libertad?
Sin embargo aún dentro de este paisaje desolador, lo humano no ha desaparecido. Está replegado, confundido, a veces adormecido, pero no extinguido. Basta una palabra que no haya sido predicha, una pausa que interrumpa el ritmo automático, una decisión tomada a pesar del algoritmo, para que algo distinto vuelva a surgir. Lo humano no es un estado, es una posibilidad, la de volver a empezar incluso cuando todo parece perdido.
La libertad no ha desaparecido, solo está rodeada. Y si bien no somos los mismos de antes, tampoco estamos del todo perdidos. La conciencia sigue existiendo allí donde alguien se detiene a pensar, a dudar, a mirar de nuevo. ¿Qué nos queda cuando ya no decidimos, pero todavía somos los únicos que podemos detenernos? Tal vez el gran gesto de este tiempo no sea volver atrás, ni ir hacia delante, sino abrirse un espacio dentro del flujo, para habitarlo sin dejarse arrastrar.
Y quizá eso sea suficiente. Una fisura. Un desvío. Una Fuga.
Bienvenidos a la Edición 18.
Esto es Fuga.
👏👏👏
Interpela, moviliza, invita a la reflexión. Excelente columna, saludos
Una gran verdad, todo pasa demasiado rápido, vivimos en automático. Gran artículo, como siempre.
Este es el tercer artículo que tuyo que leo. Muy importante porque plantea la necedad de recuperar nuestra esencia intervenida pir el universo digital. Quizás sea más complicado escapar a esta nueva comunicación a los nativos digitales. Mi generación puede rescatarlo’, si quiere »,porque no es le es intrínseco. De todos modos el esfuerzo de la perspectiva con que asumamos este nuevo universo y la objetiva’cion que hagamos de él sera impirtante para salvar lo humano. En ese sentido tengo algunos poemas en los cuslesc lo planteo. No o con mucha profundidad filosofica sino más bien desde de el compromiso emocional . Conclusión: me gustó mucho tu reflexion. Felicitaciones
Excelente!!!
Existe el libre albedrío?
Muy bueno y real el tema tratado
Estimado sus palabraqs siembran en mi un desasosiego y al mismo tiempo esperanza. Graxias por esta puerta