por Graciela Assaf de Viejobueno.
Si sientes dolor es porque estás vivo, si sientes el dolor de los otros, es porque eres humano.
León Tolstoi.
La ley natural, inscripta en el corazón del hombre, llega a convertirse en ley positiva a lo largo de la historia en un proceso de develamiento o de despertar de las conciencias.
Durante mucho tiempo la existencia de la esclavitud fue incluso fundamentada filosóficamente. Nadie en la actualidad podría sostenerla de ninguna manera, pese a que hoy existen nuevos modos de esclavitud.
También la llamada “cuestión social”, emerge en la conciencia comunitaria a raíz de la explotación de los trabajadores, incluso mujeres y niños con el Industrialismo a fines del siglo XIX. León XIII y su encíclica “Rerum Novarum” de 1891 fue una de las primeras voces que se levantaron para denunciar esta injusticia.
La cuestión social no podía ya ser soslayada y dio lugar a la creación de una nueva rama del derecho: el Derecho Laboral o Social, con sus principios propios.
Ya más cercano a nuestros días, los “derechos humanos”, se manifiestan como inherentes a la dignidad humana. Son derechos personalísimos, inalienables e imprescriptibles.
El saldo de muerte, dolor y destrucción que causaron las dos guerras mundiales fue la ocasión para una toma de conciencia aunque hubo en el pasado histórico antecedentes de declaraciones a favor del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad.
Quiero detenerme en el tema de los Derechos Humanos, que llegaron a constituirse como una especie de religión laica pero que en la actualidad valen menos que un papel mojado. Todos somos humanos pero parece que algunos más y otros menos. Ni siquiera el organismo internacional que debe velar por ellos tiene el poder ni la autoridad para hacerlo.
Me refiero concretamente a las flagrantes violaciones a las normas del Derecho Internacional que se producen en la actualidad en Medio Oriente y en otros focos de guerra. La crisis humanitaria es de tal magnitud que mueren diariamente cientos de personas, incluidos niños y mujeres de hambre, por falta de insumos y de personal en los hospitales o por las armas sofisticadas que los dejan sin techo. Todo ello ante la indiferencia del resto del mundo que mira para otro lado o de la prensa internacional que lo invisibiliza.
Esto que lo digo por el número de muertos, heridos y destrucción que causan las guerras, lo digo también por la falta de libertad de los rehenes, por la falta de salarios dignos y por toda situación de injusticia.
Como escribe el moralista Marciano Vidal: “Conviene que advirtamos sobre el peligro de caer en la tentación en la que tantas veces hemos sucumbido los humanos: cuando los hombres han querido deshacerse de una raza, de un grupo o de un individuo previamente los han descalificado en su mente y luego los han sacado de su corazón.”
Descalificarlos en su mente es considerarlos que son ciudadanos de cuarta, que pertenecen a una raza o a un grupo que hay que exterminar o en el caso del no nacido porque es una “víscera de su madre” y su vida no es relevante.
Sacarlos de su corazón significa no tener por ellos la mínima compasión, no conmovernos ante el dolor, ni tener empatía por el otro. Es considerar que su vida no es valiosa.
No aprenderemos nunca de las experiencias vividas? No fue suficiente la sangría que se vivió en otras épocas?
Consideramos que en la humanidad hubo un progreso moral pero genocidios como éstos nos hacen retroceder de casillero.
La respuesta a estos interrogantes reside en el libre arbitrio humano. Esa facultad tan propia del hombre y que pude direccionarse hacia el bien o hacia el mal. Cuando damos rienda suelta a la ambición de poder, a la sed de venganza o cuando prima nuestro interés egoísta de nada sirven las enseñanzas del pasado y volvemos a reiterar los errores cometidos.
La rectificación de esta tendencia hacia el mal puede ser revertida con una profunda conversión de nuestros corazones: abandonar el corazón seco y árido para tener un corazón humano que sienta piedad y misericordia por el sufrimiento ajeno. El mejor ejemplo de ello lo constituye, sin duda, la parábola del buen samaritano quien ante la presencia de un hombre malherido, lo vió y se conmovió, se acercó a él, curó sus heridas, lo montó en su caballo, lo llevó a una posada, cuidó de él y al día siguiente le pagó al posadero diciendo que lo que gaste de más se lo pagaría a la vuelta. Mientras que el sacerdote y el levita a quienes les correspondía ayudarlo por tratarse de personas ligadas a la religión, lo vieron y pasaron de largo. Fue el samaritano, quien a pesar de pertenecer a un sector despreciado por los judíos, el que lo vio y se conmovió. Este acto de compasión no fue mínimo ni mezquino. No fue para calmar la conciencia. Lo suyo fue una plenitud de amor a la que todos estamos llamados para el rescate de lo humano.
Excelente artículo!! Lo que está pasando con Gaza es un clamor al mundo que mira para otro lado.