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El Capitalismo Patriótico

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por Nicolás Gómez Anfuso.

Lo que propongo no es un sistema perfecto. No tengo un plan cerrado ni un decálogo inapelable. Tengo una intuición, una convicción: que es posible salir del péndulo entre el individualismo sin alma y el colectivismo sin libertad. Que podemos construir una forma de vida donde el mercado funcione, pero no nos devore. Donde la patria se sienta como una casa, no como una cárcel.

El capitalismo patriótico no es una fórmula mágica. Es una apuesta. Una decisión. La de no resignarnos a elegir entre ser libres o estar juntos. La de pensar que se puede ser ambos. Que hay lugar para un capitalismo con raíces, para una patria sin cadenas, para una sociedad donde el éxito individual fortalezca al conjunto, y donde el conjunto impulse al individuo.

Y si eso no es una revolución, entonces no sé qué lo sería.

Hay una tensión que siempre me incomodó, un tironeo entre dos mundos que, llevados al extremo, se vuelven igual de vacíos. De un lado, el anarcocapitalismo con su ideal de libertad absoluta, donde todo se reduce a contratos y mercados. Del otro, el nacionalismo duro, que te exige que te fundas en la patria como si fueras una pieza más de una maquinaria. Uno te suelta al viento sin red; el otro te agarra tan fuerte que te deja sin aire.

El capitalismo patriótico, tal como lo pienso, nace justo en ese espacio entre los dos. Es un intento por decir: podemos ser libres sin ser huérfanos; podemos tener una patria sin encerrarnos en ella. No se trata de una mezcla tibia, sino de una síntesis. De entender que el mercado es una herramienta poderosa, pero no basta. Y que la identidad colectiva es fundamental, pero si asfixia al individuo, termina traicionando su razón de ser.

Lo que propongo es simple, aunque no fácil: que la libertad individual y el compromiso con una comunidad no se excluyan, sino que se potencien. Que un empresario pueda perseguir su ganancia, sí, pero también sienta que tiene un deber con su gente, con su tierra, con su historia. No porque se lo imponga el Estado, sino porque lo elige. Porque sabe que su éxito no puede construirse sobre ruinas sociales.

Me lo imagino así: una fábrica que en lugar de irse a otro país por tres puntos de margen, decide quedarse. Forma a su gente, apuesta a su comunidad, reinvierte en el lugar donde nació. No porque sea una ONG, sino porque entiende que su libertad depende de un entorno sano, de una sociedad fuerte. Es un capitalismo con raíz, con arraigo, con propósito.

Y esto no es nostalgia. No estoy hablando de volver a modelos cerrados o a proteccionismos que deforman la competencia. Al contrario, creo en el comercio, en la globalización, en la innovación. Pero también sé que si no tenemos un piso compartido —valores, cultura, sentido de pertenencia— todo eso se vuelve frágil. El capital no tiene patria, pero las personas sí. Y cuando perdemos esa conexión con algo más grande, nos volvemos descartables, reemplazables, funcionales al cinismo de los números.

No propongo un Estado omnipresente. No creo en obligar a nadie a ser patriota. Creo en una cultura, en una ética. En formar ciudadanos —no súbditos ni consumidores— que entiendan que la libertad no se sostiene sola. Que hace falta algo más. Una historia común, una vocación compartida, una voluntad de futuro.

No es teoría por teoría. Si uno mira la historia, esto ya funcionó. Las ciudades-estado del Renacimiento, los tigres asiáticos del siglo XX, incluso ciertas etapas de nuestra propia Argentina. Cuando el mercado se alinea con un proyecto colectivo, cuando el éxito individual se siente parte de algo mayor, todo cambia.

Ahora bien, esto no es automático. El capitalismo patriótico tiene enemigos: el cinismo de los poderosos que hablan de patria mientras postergan la inversión; la tentación de caer en un nacionalismo excluyente; la desigualdad que desgarra el tejido social. Por eso hay que estar atentos. No basta con proclamarlo. Hay que encarnarlo.

En el capitalismo patriótico, el centro sigue siendo la libertad. Pero no una libertad abstracta ni infantil, esa que se cree autosuficiente, como si uno pudiera vivir desconectado de todo. Es una libertad adulta, que entiende que no existe sin un entorno que la sostenga: instituciones, cultura, comunidad. Y ese entorno no se regala, se construye. Con compromiso, con decisiones, con responsabilidad.

El empresario que decide contratar localmente aunque sea más caro. El emprendedor que apuesta por desarrollar tecnología nacional, no por romanticismo, sino porque sabe que una nación sin soberanía tecnológica es una colonia disfrazada. El productor que invierte en infraestructura o en educación, no porque haya una ley que lo obliga, sino porque entiende que su negocio necesita un país que funcione. Ese es el corazón del capitalismo patriótico: la decisión voluntaria de alinear el interés propio con el bienestar colectivo.

Ahora, esto no significa resignar eficiencia ni rendirse al Estado. No se trata de subsidiar a los ineficientes ni de proteger industrias zombis. Se trata de mirar el largo plazo. De entender que hay momentos donde el mercado por sí solo no alcanza. Que hay sectores estratégicos —como la energía, los alimentos, la defensa, la educación— que no pueden dejarse librados a la lógica del lucro inmediato. No porque el Estado deba manejarlo todo, sino porque hay bienes que si se pierden, no se recuperan.

Tampoco se trata de cerrarse al mundo. El capitalismo patriótico no es proteccionismo ni aislacionismo. Es comercio con identidad. Es competir en el mercado global sabiendo quién sos, qué defendés, y hasta dónde estás dispuesto a ceder. No todo tiene precio. Hay industrias que no pueden desaparecer porque son parte de tu soberanía. Hay saberes que no pueden morir porque son parte de tu historia. Hay empleos que no podés regalar porque son la dignidad de tu gente.

¿Y la cultura?

Nada de esto funciona sin cultura. Podés tener los mejores incentivos, las leyes más razonables, pero si la gente no cree en la idea de patria, si el éxito personal no está ligado emocionalmente al éxito colectivo, el sistema no cierra. Por eso la educación es central. Pero no una educación que repita fechas o símbolos vacíos. Una que enseñe el valor del esfuerzo compartido, la historia como camino, la libertad como responsabilidad.

Hace falta también una cultura empresarial distinta. Donde el mérito no se mida solo en millones, sino también en impacto. Donde el prestigio no sea solo por acumular, sino por contribuir. Donde el empresario deje de ser un exiliado emocional, alguien que gana plata pero se va a vivir a otro lado, y pase a ser un protagonista de su tiempo y su país.

¿Idealista?

Quizás. Pero ¿qué alternativa tenemos? ¿Un país donde cada uno va por su lado, donde el éxito de uno implica el fracaso del otro? ¿Un Estado que lo regula todo porque nadie quiere asumir compromisos? ¿Una patria sin hijos, vacía, sin proyecto común?

Yo no quiero eso. Yo creo que podemos construir algo distinto. Que la libertad no es incompatible con el arraigo. Que el mercado no necesita destruir lo que toca para funcionar. Que se puede vivir bien sin pisarle la cabeza al otro. Que un país no es solo un lugar, sino un destino compartido.

Riesgos y desafíos

Como toda idea poderosa, el capitalismo patriótico también tiene su sombra. El riesgo más obvio es que se lo distorsione, que lo usen como excusa para el autoritarismo, el amiguismo o el proteccionismo berreta. Que algunos se envuelvan en la bandera para justificar negocios turbios o privilegios impresentables. Ya lo vimos: cuando el discurso patriótico se convierte en una excusa para cerrarse al mundo, censurar al que piensa distinto o perseguir al que compite mejor, deja de ser patriotismo y pasa a ser una estafa.

Por eso este modelo exige vigilancia. Transparencia. Autocrítica. Una ciudadanía activa que no se coma versos, que entienda que la patria no es de los que más gritan «viva la patria», sino de los que la hacen todos los días. Desde su trabajo, desde su rol, desde su ejemplo.

Los mercados generan riqueza, sí, pero también concentran poder. Si no hay una cultura que fomente la responsabilidad mutua, si los que más tienen no sienten que su bienestar está unido al de su comunidad, todo esto queda en poesía. No alcanza con esperar que los de arriba “derramen”. Hace falta que se involucren. Que vean que su libertad y su éxito dependen de que el barco no se hunda. No es caridad, es supervivencia inteligente.

Globalización: no negarla, dominarla

La globalización no es el enemigo. El problema es cómo se la vive. Si te arrastra sin identidad, te licua. Si te parás con firmeza, te abre puertas. El capitalismo patriótico no propone encerrarse en uno mismo, sino salir al mundo con los pies en la tierra. Saber quién sos, qué querés, y qué no estás dispuesto a negociar.

Esto implica, por ejemplo, proteger sectores clave sin convertirlos en feudos ineficientes. Promover inversión local no con decretos absurdos, sino con incentivos inteligentes. Apostar a la tecnología nacional, a la educación con propósito, a la industria estratégica. Estar abiertos al mundo, pero sin perder el alma en el proceso.

Países como Corea del Sur o Australia lo entendieron: abrieron sus economías, compitieron en los grandes mercados, pero nunca dejaron de pensar en clave nacional. Y ganaron.

La patria como proyecto, no como consigna

Todo esto requiere una redefinición de lo que entendemos por patria. No es un relato mitológico ni una bandera vacía. Es una construcción colectiva, diaria, imperfecta. No se trata de volver al pasado ni de encerrarse en una identidad rígida. Se trata de tener una narrativa que convoque, que inspire, que dé sentido.

Una patria moderna, abierta, orgullosa, pero humilde. Que valore la diversidad, que integre al nuevo, que no le tema al cambio. Que no se defina por lo que odia, sino por lo que construye.

Y sobre todo: que entienda que la libertad no es enemiga del compromiso. Que el éxito individual no tiene que ir en contra del colectivo. Que se puede ser libre sin ser indiferente, y patriota sin ser fanático.

 

1 COMENTARIO

  1. Una idea incómoda en tiempos cínicos Nicolás. Cuando todo se vuelve polarización, vos trazas un puente, entre el yo y el nosotros, entre el éxito personal y el destino común. El capitalismo patriótico, tal como lo planteás, no es un plan cerrado, es un horizonte. Un modo de recordar que libertad sin arraigo es orfandad, y pertenencia sin libertad es prisión. Gracias por abrir el juego con argumentos y no con slogans. Este texto no grita “viva la patria”; la piensa.

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