por Milagros Santillán.
Hay algo de obsceno —en el sentido más literal— en cómo la vida privada se vuelve pública a la fuerza. No es nuevo. Pero, cada tanto, algún suceso logra condensar todas las tensiones contemporáneas entre amor, deseo, fidelidad y espectáculo.
Esta semana, ese momento fue la Kiss Cam en el recital de Coldplay. Dos personas enfocadas en pantalla. Un abrazo, una tensión. El comentario de Chris Martin: «Están teniendo un affaire o son muy tímidos». Y, acto seguido, internet hace lo suyo. La maquinaria de exposición ya no se detiene: nombre, cargos, familia, empresa, reacciones, memes, sanciones, renuncia. Todo en menos de 48 horas.
Mirar, juzgar, gozar
Los escándalos amorosos son hoy una forma de entretenimiento. El placer de mirar al otro en su «caída», su contradicción, su deseo mal gestionado. Wanda, la China, Icardi, Vicuña… El guion ya está escrito.
El tema no es el deseo: es la exposición. En un mundo donde lo íntimo se monetiza, cualquier tensión erótica o conflicto vincular puede convertirse en contenido. Lo llamamos «escándalo», pero muchas veces es apenas la evidencia de que los vínculos son complejos, contradictorios y, a veces, incómodos.
¿Y nuestras propias relaciones?
La cultura del escándalo moldea nuestra idea de fidelidad, de deseo y de pareja. Nos hace creer que hay buenos y malos, que toda infidelidad es una traición deliberada, que todo deseo fuera del marco del amor es condenable. Pero lo cierto es que el deseo no responde a la lógica de la corrección política ni de la coherencia.
Desde la sexología, sabemos que el deseo es muchas veces disruptivo, que se cuela donde no lo esperamos, y que las reglas de una pareja no se pueden copiar y pegar de la farándula. Las relaciones reales —no las que vemos desde la butaca del escándalo ajeno— se construyen con pactos, preguntas, dudas, revisiones.
Publicar es (más) oficial que pactar
Hoy en día, muchas personas sienten que una relación no es realmente “oficial” hasta que se publica en redes sociales. Ya no alcanza con el acuerdo íntimo, ni con la palabra compartida. Necesitamos la validación externa, el anuncio público, el “lo vio mi ex, lo vio mi tía, lo vio todo el mundo”. Como si el contrato de pareja se firmara en Instagram y no en la intimidad de la conversación.
Esto genera una forma nueva de presión sobre los vínculos. No solo debemos estar en pareja, sino también demostrarlo. ¿Dónde están? ¿Por qué no postean juntos? ¿A quién le puso like? ¿Quién comentó? Aparecen nuevos modos de control, celos y ansiedad relacional. Paradójicamente, cuanto más mostramos, más frágil se vuelve el límite entre lo íntimo y lo público. Y lo que debería ser refugio se convierte en vitrina.
La escena de la Kiss Cam lo deja claro: un instante de contacto se vuelve evidencia, sospecha, escándalo.
La vigilancia del amor
La hiperexposición hace que vivamos nuestras relaciones con una especie de cámara invisible. Como si en cualquier momento una Kiss Cam emocional pudiera mostrarnos al mundo. Esto nos vuelve más cautelosos, más performáticos, pero también más solitarios. Porque si todo puede ser visto, entonces todo puede ser juzgado.
¿Cómo hablamos de deseo si todo tiene que parecer “correcto”? ¿Cómo confiamos si sentimos que hay una audiencia esperando vernos fallar?
Recuperar lo íntimo (y lo humano)
Quizás el desafío hoy no sea solo tener relaciones más saludables, sino relaciones más humanas. Más reales. Más contradictorias. Volver a pensar los vínculos no desde el guion de la farándula ni desde la lógica del contenido, sino desde la experiencia profunda de estar con otro: con todo lo que eso implica.
El deseo, el miedo, la ternura, el error, la revisión, la conversación, la incomodidad y el juego. Recuperar lo íntimo es también recuperar la posibilidad de habitar el amor sin que tenga que ser espectáculo. Volver a lo complejo y a lo imperfecto.