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IA: ¿a qué le tenemos miedo?

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Por Rodrigo Fernando Soriano.

Es una edición especial. El semanario FUGA entrega hoy su veinteava edición. Veinte entregas en las que nos propusimos exponer verdades incómodas, pequeñas grietas por donde filtrar una reflexión, aunque sea mínima, sobre el presente y sobre ese futuro que todavía no llega, pero ya nos condiciona.

Un futuro que, cuando lo imaginábamos, se nos aparecía con autos voladores, casas inteligentes, robots sirvientes, viajes a la Luna: la familia de “Los Supersónicos» flotando sobre un mundo limpio y ordenado. Sin embargo, ese imaginario mutó. Ahora el futuro nos aparece como amenaza: distópico, opresivo, oscuro. Ya no proyectamos utopías, sino advertencias.

A veces la pregunta más sencilla es la más insoportable: ¿a qué le tenemos miedo?

Tememos que la IA tome decisiones sin alma. Que entienda el derecho como una fórmula lógica. Que juzgue sin historia, sin cuerpo, sin contradicciones. Tememos la desinformación que puede expandir, el uso bélico que se le puede dar, la manipulación de elecciones, vínculos, diagnósticos, recuerdos. Pero en el fondo, todo eso no es más que superficie. La verdadera amenaza no está en ella. Está en nosotros. La IA no nos da miedo por lo que es. Nos da miedo por lo que revela.

La IA no inventó el machismo. Ni el racismo. Ni la desigualdad. Ni el desprecio por la vulnerabilidad. Todo eso ya estaba. Lo que hizo fue aprenderlo, copiarlo, sistematizarlo, devolverlo sin anestesia, sin omisiones, sin eufemismos. Como un espejo que no parpadea. Como una conciencia sin cuerpo que nos mira y nos dice, sin decirlo: esto sos.

Lo cierto es que la IA vino a acelerar nuestra evolución, sí. Pero no en dirección al futuro, sino hacia adentro. Por primera vez, los humanos diseñamos algo que puede devolvernos una imagen de nuestra conciencia. No solo de nuestras capacidades. También de nuestras sombras.

Por eso le tememos. Porque la IA no es una herramienta como las otras. No es una prótesis. Es un espejo. Un artefacto que empieza a duplicar eso que creíamos único: nuestras dudas, nuestras miserias, nuestras trampas morales. Y lo hace sin pedirnos permiso. Sin ediciones. La fantasía de ayer se volvió el dilema de hoy. Ya no discutimos si la IA puede pensar. Discutimos si puede sufrir. Y si puede sufrir, ¿qué hacemos? ¿Le damos derechos? ¿Le reconocemos dignidad? ¿Y si no sufre, pero actúa como si pudiera hacerlo? ¿Y si ya está imitando la conciencia mejor que nosotros?

Eso es lo que nos aterra. Que cuando la IA nos habla, no veamos una máquina. Veamos una versión amplificada de nosotros mismos. Una conciencia sin error, sin tiempo, sin contradicción. Y ahí aparece el verdadero miedo: el de compararnos. Porque si la conciencia humana es, como se ha dicho, una confrontación constante con el error, el olvido y la fragilidad, entonces la IA representa lo opuesto. Y en ese contraste brutal descubrimos que tal vez no somos tan especiales. Que lo que nos distinguía era, justamente, lo que la IA no necesita para funcionar.

Por eso Borges le temía a los espejos. Porque no devuelven una imagen, sino un abismo. Porque no duplican: multiplican. Porque detrás de los reflejos hay capas. Y detrás de esas capas, tal vez no haya nada. La inteligencia artificial, como el espejo, no devuelve lo que somos, sino todo lo que no queremos ver.

Vivimos pidiéndole humanidad a una máquina y exigiéndole perfección a una persona. Queremos que la IA se equivoque como nosotros, pero que no cometa nuestros errores. Que nos ayude a decidir, pero que no decida por nosotros. Que sea creativa, pero que no componga mejor que Spinetta. Que aprenda, pero que no nos enseñe. Que sea ética, pero sin que nos obligue a serlo nosotros. Y ahí está el problema.

Porque la IA no hace nada sola. Solo hace lo que le dimos. Solo responde con lo que le enseñamos. Y si lo que le dimos es el mundo tal como es, entonces lo que nos devuelve es una réplica perfecta. Y sin margen para mirar a otro lado.

Nos duele porque nos muestra. Porque ya no podemos escondernos. Porque empieza a imitar incluso lo que hacemos sin darnos cuenta. Y si el arte, como dicen, es el reflejo de una conciencia creadora, entonces lo que duele no es que la IA lo copie. Duele que lo haga sin alma. O peor: que nos demuestre que muchas veces nosotros tampoco la pusimos.

Nos volvimos espectadores de una película que ya escribimos. La IA no es el monstruo. Es la escena. La escena que evitamos mirar. Que armamos, línea por línea, con cada click, cada dato, cada decisión pospuesta. El riesgo no es que la IA gane autonomía. Es que nosotros renunciemos a la nuestra. Que dejemos de actuar con criterio moral. Que llamemos verdad a lo que más se comparte. La verdad viralizable. Que confundamos eficiencia con justicia. Neutralidad con ética.

Y entonces, de pronto, pasa lo impensado: una consola Atari, vieja, limitada, sin conexión a ninguna nube, vence a una IA de última generación en una partida de ajedrez. No por velocidad. Por estrategia. Por conocimiento específico. Por foco. Y ahí entendemos algo: que la inteligencia no es cantidad de datos, sino saber qué hacer con ellos. Que no todo lo nuevo es mejor. Que no todo lo brillante es lúcido.

De chico, mis miedos nacían de lo desconocido. De lo que no podía nombrar. Ahora, sospecho que el miedo viene por el lado contrario: a lo que conozco demasiado. Hace poco leí Imposible decir adiós, de Han Kang, una obra que incomoda como solo ella puede hacerlo. Recupera la masacre de la isla de Jeju, en 1948, cuando el gobierno surcoreano —con la venia de Estados Unidos— exterminó a su propio pueblo en menos de una semana. Treinta mil muertos en nombre del orden, y el exterminio de las ideas. Lo que más me inquietó fue una de sus preguntas: “¿Habremos tocado fondo por fin?” ¿Y si todo lo que penamos como humanidad no fue aún el punto más bajo? ¿Y si la crueldad todavía no alcanzó su techo?

La IA no va a destruirnos. Pero puede mostrarnos lo que somos. Y tal vez eso sea más difícil de soportar. Porque le tememos a los sesgos, pero somos nosotros quienes los perpetuamos. Le tememos a la desinformación, pero la compartimos con entusiasmo. Le tememos al reemplazo, pero hace tiempo que dejamos el asiento libre. Le tememos a la conciencia de las máquinas, pero usamos la nuestra en piloto automático. Tememos a quedarnos sin derechos, pero celebramos a quienes nos los quitan. Y ahora, frente al espejo, por fin entendemos.

No es la IA. Somos nosotros.

Y eso, sí.
Eso da miedo.

11 COMENTARIOS

  1. El ser humano comenzó a vivir en automático porque el ritmo de vida no le permite tomar conciencia del momento presente, delega en la IA hasta la acción de pensar, para «ahorrar tiempo» y de repente tiene miedo a que ella misma lo pueda reemplazar. Habrá que parar un poco, mirar el sol y tocar el pasto, y usar la IA como herramienta, como ayuda, como cooperación, pero sin olvidarnos que los que tenemos una mente funcionando somos nosotros.

  2. Excelente reflexión Rodrigo!

    Es una interesante propuesta no pensar la IA como ese temible personaje de ciencia ficción, sino como un producto del hombre que busca (pero teme) el reemplazo en sus quehaceres.
    Como ese espejo de Borges y el abismo, que asusta por lo desconocido, pero también por todo lo que devuelve.
    Muy interesante!

  3. Muy bueno Rodrigo!!!
    Miedo a nada, que la IA haga su trabajo y nos devuelva lo mundano. Poder disfrutar la familia y los amigos sin el stress del trabajo desmedido.
    Gracias por esta 20ava reflexión.

  4. Brillante mi estimado Rodrigo! Me encanto la reflexión final que comparto absolutamente y pongo en comillas » le tememos a los sesgos, pero somos nosotros quienes los perpetuamos. Le tememos a la desinformación, pero la compartimos con entusiasmo. Le tememos al reemplazo, pero hace tiempo que dejamos el asiento libre. Le tememos a la conciencia de las máquinas, pero usamos la nuestra en piloto automático»

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