por Ian Turowski.
La política argentina ha perfeccionado un mecanismo perverso: apropiarse del trabajo colectivo y firmarlo como propio. El imaginario popular está lleno de monumentos falsos. Obras, proyectos, leyes y conquistas que se presentan como legado personal de un líder, cuando en realidad son fruto de recursos públicos, de decisiones colectivas y del esfuerzo de una sociedad que paga y sostiene el aparato que las ejecuta.
La historia política se ha escrito cómo un catálogo de proezas atribuidas a nombres propios. “Esto lo hizo Perón”, “Menem lo hizo”. La consigna se convierte en sentencia histórica. El político no aparece como un empleado de la ciudadanía, sino como un benefactor iluminado que desciende a otorgar favores. Ese mito es su salvoconducto hacia la eternidad y nuestra condena a la subordinación.
La verdad es menos romántica y más incómoda: todo lo que gestionan lo hacen con nuestro dinero, con nuestras herramientas y bajo el mandato que nosotros mismos les damos. No son creadores, son administradores temporales. Pero hemos permitido que esa administración se disfrace de acto heroico.
Mientras no desarmemos ese símbolo, mientras no aceptemos que un político es un representante y no un salvador, seguiremos atrapados en la lógica del vasallaje. La emancipación no llegará de sus manos, sino de nuestra capacidad para nombrar las cosas por su nombre y reclamar lo que es nuestro. El día que entendamos que los logros públicos no tienen dueño, la política dejará de ser un escenario de culto a la personalidad y podrá ser, por fin, un servicio a la comunidad.