InicioFilosofía y ArteDemasiado vivos para morir, demasiado muertos para vivir

Demasiado vivos para morir, demasiado muertos para vivir

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Por Gabriela Agustina Suarez. 

En la era de la hiperactividad, confundimos movimiento con vida y olvidamos la pausa que nos permite habitarla.

En un mundo saturado de estímulos, donde la velocidad y la productividad parecen ser los nuevos dioses, la frase de Byung-Chul Han —“están demasiado vivos para poder morirse, y están demasiado muertos para poder vivir”— resuena como un diagnóstico certero de nuestra época. Vivimos atrapados en una paradoja existencial, nunca antes habíamos tenido tantas oportunidades, tantas conexiones, tanta información y tanto acceso a todo, y sin embargo, rara vez nos sentimos realmente vivos. La hiperactividad que caracteriza a la sociedad contemporánea nos mantiene en movimiento constante, pero ese movimiento, en lugar de conducirnos a un sentido profundo de existencia, nos arrastra hacia una especie de vacío interior, una desconexión emocional y afectiva que nos sitúa en un estado intermedio, un limbo donde ni morimos ni vivimos plenamente. Es como si la vida se hubiera transformado en un proyecto interminable, siempre incompleto, donde el presente se nos escapa porque estamos obsesionados con la próxima meta, el próximo logro, la próxima validación. En esta sociedad de la autoexplotación, como la llama Han, ya no necesitamos un opresor externo: somos nosotros mismos quienes nos presionamos para rendir más, producir más, mostrarnos más. El imperativo “puedes con todo” se convirtió en una trampa que nos deja exhaustos y permanentemente insatisfechos. Es aquí donde comprendemos la primera parte de la frase: estamos “demasiado vivos para morir” porque nunca nos detenemos, no nos permitimos pausas, rituales, duelos ni silencios; la muerte, en su dimensión simbólica, requiere desconexión, contemplación y finitud, pero en una vida programada para estar siempre encendida, la muerte pierde sentido. Sin embargo, esta supuesta vitalidad es engañosa: mientras más hacemos, más nos alejamos de experimentar lo profundo. Y entonces se vuelve evidente la segunda parte: estamos “demasiado muertos para vivir”, porque en la incesante búsqueda de actividad, nos desconectamos del deseo auténtico, del eros, del misterio y del tiempo lento. Nuestras relaciones se vuelven superficiales, fragmentadas, y aunque estamos hiperconectados, rara vez estamos presentes de verdad. Es la paradoja de la sociedad de la transparencia y del cansancio: creemos vivir mucho, pero cada vez habitamos menos nuestra propia existencia. Lo que Han nos advierte es que la vitalidad sin pausa nos conduce a un estado emocional plano, donde la intensidad de vivir se diluye entre notificaciones, metas y rendimientos. Y entonces surge la pregunta incómoda: ¿qué significa vivir hoy? Tal vez vivir no sea simplemente acumular experiencias, sino saber habitarlas; no se trata de correr más rápido, sino de encontrar momentos de quietud en medio del ruido.

¿en qué punto dejamos de sentir? ¿cuándo confundimos movimiento con vida?

 Tal vez sea hora de recuperar los silencios, la contemplación, la capacidad de estar solos sin sentirnos vacíos. Quizás vivir de verdad implique aceptar que somos finitos, que no todo debe ser medido, monetizado o exhibido. En la universidad, en nuestras familias, en la sociedad, la exigencia es constante: ser exitosos, visibles, productivos, felices. Pero en esa obsesión por estar “demasiado vivos”, corremos el riesgo de convertirnos en espectadores de nuestra propia vida, atrapados en una inercia que no nos deja ni morir simbólicamente —cerrar etapas, soltar, detenernos— ni experimentar el vértigo de vivir de forma auténtica. Al final, el mensaje de Han no es una condena definitiva, sino una invitación velada a repensar nuestro modo de habitar el mundo: a recuperar la pausa, el deseo, el tiempo profundo; a reconciliarnos con la fragilidad y con la muerte para, paradójicamente, aprender a vivir.

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