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Buenos Aires y el desencanto democrático

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Por Enrico Colombres. 

Todo individuo tiene sensibilidad de masa en algunos aspectos de su personalidad, nos permite ahora agregar, como argumento positivo, que no es razonable eliminar a nadie de la tarea de elegir gobernantes.

(Carlos Cossio, La política como conciencia, Buenos Aires: Abeledo-Perrot, 1957, p. 201)

 

En Buenos Aires las elecciones dejaron más preguntas que certezas. Apenas un 60 % del padrón se acercó a las urnas, lo que significa que casi la mitad de los porteños decidió directamente no votar, aun cuando la ley los obliga. Esa cifra, que debería encender todas las alarmas, parece haber sido naturalizada como si fuera apenas un dato más de la jornada. Pero es mucho más que eso: es el síntoma más evidente de una crisis de representatividad que atraviesa a todos los partidos políticos y que pone en jaque a la democracia misma.

El desinterés se ha vuelto paisaje. Se habla de encuestas fallidas, de internas feroces, pero casi nadie se detiene en lo que revela la ausencia de cuatro de cada diez ciudadanos: una sociedad que ya no cree que la política pueda ofrecer soluciones. La política se volvió un espectáculo vacío, una repetición de promesas gastadas que no alcanzan para entusiasmar ni para enojar. Ni siquiera la bronca moviliza como antes; ahora predomina la indiferencia. Y esa indiferencia es mucho más peligrosa que el enojo, porque es el terreno fértil para cualquier aventura autoritaria o radical que aparezca a ocupar el vacío.

Históricamente, la Provincia de Buenos Aires fue la clave de toda elección presidencial argentina. Siempre funcionó como termómetro social, político y económico que marca la dirección del voto nacional. Existe una verdad que rara vez se dice con todas las letras: en Argentina no se gana ninguna elección sin el voto peronista disidente, ese que no responde al Partido Justicialista pero que históricamente constituye la mayoría real del padrón junto al justicialismo. Ninguna fuerza puede aspirar a la presidencia sin contener o al menos seducir a ese sector, cada vez más fragmentado, pero todavía decisivo.

El gobierno actual, que se presentó como la ruptura con la casta, hoy aparece rodeado de los mismos apellidos y prácticas que prometió desterrar. El relato del outsider libertario que venía a incendiar la vieja política se diluyó en negociaciones con los sectores más rancios del poder. La filtración de audios internos, la sombra de la corrupción y los escándalos familiares han erosionado una credibilidad ya debilitada por la inflación, la recesión y la falta de un rumbo claro. El ciudadano común, que alguna vez creyó en la posibilidad de un cambio, percibe que el gobierno se desgastó en tiempo récord y que ya no tiene ni la fuerza ni la confianza social para sostener una reelección.

Pero sería un error cargar todas las culpas en la Casa Rosada. La oposición tampoco ofrece mucho más. El kirchnerismo se muestra exhausto, encerrado en sus viejas fórmulas y sin capacidad real de seducir a nuevos votantes, a falta de caras frescas. El radicalismo aparece reducido a acompañante de coaliciones sin alma. Y las terceras fuerzas se diluyen en proyectos personalistas que terminan orbitando como satélites de los partidos mayores. Todos repiten el mismo guion: hablar de la gente mientras se encierran en disputas palaciegas. El resultado es un sistema político donde las diferencias son apenas estéticas y donde la ciudadanía percibe que el voto no cambia nada sustancial.

El dato del 40 % de ausentismo electoral debería provocar un debate profundo sobre el sentido mismo de la democracia argentina. Desde 1983 hasta aquí, el voto fue visto como un acto de celebración cívica, como la herramienta que recuperaba la dignidad arrebatada por las dictaduras. Pero cuatro décadas después, la democracia ya no se siente como conquista sino como trámite. Se vota por obligación, se vota sin convicción. Esa transformación cultural es devastadora: implica que las nuevas generaciones ya no ven a las urnas como esperanza, sino como rutina. Y lo más grave es que el poder político no parece dispuesto a hacerse cargo.

Basta mirar la historia electoral reciente para advertir el declive. En los 80, la participación rondaba el 85 %. En los 90, con el desgaste del menemismo, bajó al 75 %. En los 2000, aún con crisis y corralito, la ilusión de cambios sostenía porcentajes por encima del 70 %. Hoy, en 2025, apenas el 60 % se presenta. La curva es clara: cada década hay menos ciudadanos interesados en decidir el rumbo del país. Esa tendencia no se revierte con marketing ni con redes sociales. Se revierte con un sistema político que vuelva a ser creíble, algo que hoy parece muy lejano.

El escenario hacia las presidenciales es incierto. El Presidente buscará reelección, pero lo hace desde una posición de debilidad extrema, rodeado por la misma casta que prometió dinamitar, con su imagen pública golpeada por los escándalos y con una economía que no da respiro. La oposición intentará capitalizar ese desgaste, pero carga con su propio pasado de fracasos. Ninguno puede pararse frente a la sociedad como una alternativa sólida, sino sobre errores ajenos. Y mientras tanto, los verdaderos perdedores son los que ya eligieron no participar: millones de ciudadanos que dieron la espalda a la política y que dejaron en claro que no esperan nada de ella.

La crisis no es solo de representación, es también de conciencia democrática. Lo alarmante es que la apatía se naturalizó. Nadie grita, nadie marcha, nadie denuncia como debiera ante la situación real. El no ir a votar se volvió costumbre, casi un derecho tácito. Como si la democracia pudiera sostenerse sola, sin ciudadanos comprometidos. Y esa indiferencia, que se extiende como mancha de aceite, es la señal más peligrosa de todas: significa que ya no creemos que el futuro se define en las urnas.

Desde Buenos Aires, el panorama se siente sombrío. La ciudad que alguna vez fue motor político y cultural de la nación hoy refleja el cansancio de una sociedad que perdió la fe. Los dirigentes parecen discutir sobre cargos mientras los votantes abandonan silenciosamente la cancha. Y la pregunta que deberíamos hacernos es incómoda: ¿qué pasa con un país cuando la mayoría de sus ciudadanos deja de creer en la democracia como camino de transformación?

La peligrosidad de este fenómeno radica en que la falta de compromiso en ir a votar no se quede solo en Buenos Aires, sino que termine replicándose en todo el país. Si la apatía electoral se expande a las provincias, la crisis de representatividad se convertirá en una crisis de legitimidad mucho más profunda. Y entonces ya no habrá lugar para excusas. La típica frase de “yo no lo voté” perderá sentido, porque el verdadero problema no es a quién votaste, sino que directamente no votaste a nadie. El problema es que ya no te importa la política, que preferiste retirarte del juego cívico y resignarte a que otros conciudadanos decidan por vos. Esa falta de compromiso civil impide que surjan nuevas fuerzas políticas, partidos con liderazgos frescos y ciudadanos dispuestos a comprometerse de verdad con el bien común.

Lo que está en juego no es simplemente quién gobierne los próximos cuatro años, sino si todavía queda en este país un grupo suficiente de hombres y mujeres dispuestos a asumir la responsabilidad de levantarlo de una vez por todas. Porque la capacidad está, la gente está; solo falta organización, compromiso y valores. Personas de bien, formadas y con vocación, que entiendan que la política no es un botín sino un servicio. Y que sepan que, si no nos organizamos nosotros, lo harán siempre los mismos de siempre.

El ciudadano común debería preguntarse dónde está su compromiso civil. No alcanza con indignarse en una sobremesa ni con quejarse en las redes sociales. No es suficiente enojarse: hay que poner manos a la obra. ¡Sacar el país adelante, carajo! Porque si no lo hacemos nosotros, nadie lo va a hacer por nosotros. Que el Himno Nacional Argentino no quede como una melodía escolar, sino como un recordatorio de quiénes somos y lo que hemos logrado. Juremos con gloria morir, no como consigna vacía, sino como pacto de ciudadanos que entienden que la patria la hacen ellos y no los políticos de turno.

La democracia argentina está frente a un espejo incómodo, y la imagen que devuelve es la de una sociedad cansada, descreída, que ya no cree ni en los dirigentes ni en el voto. La pregunta es simple pero brutal: ¿vas a seguir mirando de costado o vas a asumir tu parte en el destino de este país? Porque si no lo hacés vos, nadie lo hará por vos.

¡O nos organizamos, o nos cagan a todos!

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