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Sobre el valor de la vida humana

Publicado el

por Javier Habib.

Muchos hechos aislados —que quizás no lo sean tanto—me hacen pensar que estamos socavando el valor de la vida humana. 

No escribo como experto, sino como un espectador que mira alrededor y percibe señales dispersas de un mismo proceso. 

Describiré seis fenómenos.

1. El reflote de la guerra

La primera señal para mí fue la guerra en Ucrania. Hasta el 24 de febrero de 2022, sabíamos que había conflictos bélicos, pero ocurrían en territorios lejanos (en el sentido cultural de la palabra). Hoy vemos bombas caer sobre ciudades y poblaciones que se parecen a las nuestras. Hace poco, Emmanuel Macron anunció que Francia debía prepararse para la guerra y adecuar sus hospitales a esa lógica. 

Y en Estados Unidos, el “Ministerio de Defensa” mutó a “Ministerio de la Guerra”.  El cambio semántico legitima un nuevo horizonte: no se trata de evitar la violencia, sino de gestionarla como política de Estado. El Ministro de la Guerra, Pete Hegseth, lo presenta en sus redes con una retórica y estética que sintetiza mensajes de progreso y banalización. Para Hegseth, se acabó la era de la actitud defensiva y políticamente correcta. Ahora es tiempo de letalidad—es decir, de la capacidad de aniquilar vidas humanas de la manera más eficiente posible.

Hace poco escuché a Guillermo Moreno disparar en sus redes que un diputado chileno—Christian Matheson—reflota el viejo tema de la Patagonia. La hipótesis de conflicto, que parecía enterrada, vuelve a emerger.

¿Y qué es la guerra sino una exposición brutal de la fragilidad y disponibilidad de la vida de los hombres?

En la lógica del combate armado—o vivo vos o vivo yo—el instinto de supervivencia alcanza su mayor grado de expresión. Mucha gente muere a la mano del hombre. Se revela—de manera masiva y hoy instagrameada—que el hombre no solo protege la vida del hombre, sino que también la termina por su acción y voluntad.

2. El peso de la libertad individual

Otro campo donde se disputa el valor de la vida humana es el de los derechos individuales. Desde la primera década de los 2000, el discurso de los derechos humanos ha adquirido un perfil netamente individualista. En este marco se inscriben debates como el aborto y la eutanasia.

En ambos casos, la problemática se plantea como un “conflicto” de derechos absolutos. El aborto es el ejemplo más nítido: de un lado, el derecho de la mujer a decidir si continuar o no con un embarazo no deseado; del otro, la vida del llamado nasciturus. ¿Qué debe primar?

Sectores religiosos e intelectuales afines se pronunciaron a favor de la vida. Pero el derecho judicial, las demandas sociales y, en su momento, la política, inclinaron la balanza hacia la autonomía individual. En paralelo, el derecho al suicidio asistido ha registrado avances en países como Bélgica y Canadá. 

Más allá de la postura que uno asuma, el resultado es siempre el mismo—la vida humana ya no es tan inviolable. Se relativiza, en función de su peso respecto de otros derechos colocados a un mismo nivel.

(Y no quiero dejar de apuntar otro aspecto de esta práctica de la libertad individual contemporánea. Muchos adultos deciden no tener hijos. A la mirada sociológica, este fenómeno masivo no puede sino suscitar preguntas acerca de nuestra relación con la gestación y el desarrollo de la vida humana. No ver niños crecer nos distancia de la vida, y cabe preguntarse si ello también afecta nuestra estima por la humanidad.)

3. Los derechos de los animales y del medio ambiente

En la tradición del derecho natural racionalista, el orden jurídico se positiviza para establecer, especificar y garantizar derechos subjetivos. Los derechos individuales de esta tradición—de Hugo Grocio a Robert Nozick—son la indemnidad corporal, la libertad y la propiedad. El sujeto de estos poderes normativos es el ser humano: una entidad dotada de discernimiento y voluntad.

En esta concepción jurídica, los animales y el medio ambiente son objetos de derecho. Las cosas del mundo—la tierra, los frutos, el agua, etc.—están ahí para ser adquiridas y usufructuadas por el sujeto de derecho. Si el derecho castiga la violencia contra los animales—observaba Joaquín Llambías, uno de los más influyentes docentes de derecho civil en la Argentina—es para suavizar la conducta del humano. En otras palabras, el derecho protege al animal no porque merezca tutela, sino porque ello constituye un modo de civilizar a la persona.

En la actualidad, movimientos animalistas y ambientalistas reclaman protección directa. Los animales no deben ser amparados porque sirven al hombre, sino porque son seres sintientes—fines en sí mismos. En igual sentido, el ecosistema no debe respetarse porque es medio para el hombre. No se protege al bosque porque nos provee oxígeno, sino porque el bosque posee valor en sí.

Ese cambio ético es profundo, y progresivamente impacta en el derecho. Tarde o temprano, los conflictos entre lo humano y lo ambiental serán puestos en una balanza que pese todo por igual. ¿Qué ocurrirá si, como en el caso del aborto o la eutanasia, el ambiente prima sobre la vida humana? En tales contextos, la vida humana, de nuevo, pierde fuerza.

4. La inteligencia artificial

Todo lo dicho me lleva inevitablemente a referirme al tema, tan actual, de la inteligencia artificial. Desde los tiempos del Renacimiento, el artífice del mundo ha sido siempre el ser humano. En palabras de Pico della Mirandola, la diferencia entre los seres humanos y las demás criaturas vivientes es que el primero no está constreñido por las leyes naturales. Posee arbitrio soberano, se desprende de la estricta lógica causa-efecto y, en virtud de ello, crea cosas nuevas.

Esta visión del mundo reforzó nuestra valoración de todo lo humano. Sin embargo, en la actualidad, la inteligencia artificial se manifiesta como una nueva genialidad creativa. La IA produce diagnósticos médicos, resuelve litigios, delibera sobre escenarios futuros, crea canciones y actúa como mandatario. Muchos jóvenes buscan en los algoritmos lo que antes encontraban en maestros, terapeutas y amigos.

Es posible que la expansión de la creatividad artificial nos empuje a valorar lo artesanal, lo endeble y defectuoso de lo humano. Pero no por ello dejo de plantearme la pregunta ¿No impactará en nuestra apreciación de la vida el hecho de que el otro pueda ser reemplazado (no ya por otro ser humano, sino) por un robot?

5. La biotecnología

Si nos atenemos a la tradición cristiana, la vida humana es inviolable porque constituye la creación más perfecta de Dios. En términos platónicos, fuimos hechos a su imagen y semejanza. 

Esta tesis dio lugar a grandes avances en materia de derechos humanos: desde el persistente llamado, durante la Edad Media, a abolir la esclavitud, hasta el célebre reclamo de Francisco de Vitoria por reconocer el alma de los pueblos originarios de la nueva América.

Pero la idea de que Dios es el único autor de la vida humana ha sido puesta en crisis por la biotecnología del último siglo. Todos recordamos el célebre experimento de la oveja Dolly. Hoy, la clonación constituye una práctica habitual en compañías privadas de investigación genética, y abundan los conspiracionistas que sostienen que ya existen clones humanos entre nosotros. Paralelamente, se desarrollan úteros artificiales destinados a la maduración de embriones humanos.

Por supuesto, no es lo mismo crear vida que extinguirla. Pero existe un breve tránsito entre contar con las bases materiales (científicas y tecnológicas) para desarrollar un producto y considerarse dueño en todo sentido. Es que, en la tradición occidental, solemos pensar que los autores de las invenciones son también propietarios de las mismas. Y en el territorio semántico de la propiedad occidental, el dueño posee facultades de alienación; lo que, en términos criollos, equivale a poder disponer de un objeto, e incluso destruirlo.

Estos debates ya se suscitaron en la República Argentina. En causas judiciales relativas a la reproducción humana asistida, se planteó la cuestión de qué hacer con los gametos sobrantes. ¿Constituyen vida? ¿Debemos crioconservarlos ad eternum o podemos desecharlos?

Una reflexión final

Los pensamientos filosóficos sobre la naturaleza última del derecho pueden dividirse en dos grandes posiciones. Por un lado, la idea de que existe un derecho universal, incuestionable y eterno. Entre los pensadores que profesan esta posición me gusta citar al célebre jurista italiano Giorgio del Vecchio. En uno de sus primeros ensayos—Il sentimento giuridico—sostiene que los hombres encarnan desde su nacimiento un sentimiento que los predispone a la apreciación de la justicia. Así como admiramos la belleza, también reconocemos lo justo. Esa experiencia sentimental sería el trasfondo y fundamento del sistema de derechos.

En esta tradición, se arguye que el sentimiento de lo justo nos compele a apreciar al otro como a uno mismo. Si te falto el respeto a vos, falto el respeto al género, o categoría ética, que me hace respetable. Desde esta tradición—en la que resuena el nombre de Immanuel Kant, entre muchos otros—la vida humana constituye un derecho universal, absoluto y eterno. El Estado debe protegerla a toda costa y en todo caso.

Del otro lado se encuentra la visión artefactual y cínica del derecho. Según esta doctrina, el derecho es un artefacto, como el martillo, que es instrumentado por quien lo detenta. El primero en poner sobre la mesa esta visión fue el retórico y sofista griego Trásimaco, quien, en el libro primero de la República de Platón, argumenta que las leyes implementadas en una polis son artificios que los poderosos articulan en su propio beneficio. Los dispositivos del derecho—sus conceptos, instituciones, simbolismo y poder coactivo—estarían diseñados para “la conveniencia del más fuerte”. Trásimaco llega a sostener (lo que Maquiavelo profundizará más tarde) que un orden político orientado por la arbitrariedad organizada resulta más fuerte, eficaz y “racional” que aquel fundado en virtudes como la justicia.

Desde esta perspectiva, el respeto del poderoso por la vida de los demás tiene una explicación instrumental. Te hago creer que te respeto porque (a) necesito gente que trabaje los campos, (b) compre mis productos, o (c) impida gobiernos populares que rivalicen con mi orden global.

Entre esos polos se mueve el presente. Quizás tengamos emociones empáticas que nos predisponen a respetar la vida ajena. O quizás sobrevivamos únicamente porque los poderosos lo permiten. En cualquier caso, el piso es frágil. Si la vida deja de ser sagrada, si se negocia en guerras televisadas, cortes judiciales, laboratorios y algoritmos, ¿qué queda de la humanidad? Es un peligro —incluso para el poderoso— admitir que la vida no es sino un recurso más. Pues en esa aceptación inadvertida habremos socavado aquello único que nos vuelve irrepetibles.

4 COMENTARIOS

  1. Grande Ale! Y a mí me encanta tu música. Pensaré cómo vincular estas dos posiciones extremas del derecho con algo que pase en la actualidad. Muchas gracias por el interés . Abrazo fuerte

  2. Animales que ya no son simples objetos sino seres con sintiencia (?) y conciencia, un ambiente que no es “recurso” sino la base misma de todas las vidas: todo ello cuestiona la visión clásica de un derecho hecho solo para “humanos”. Pero ahí aparece la advertencia de Trasímaco: si el derecho es un instrumento del poder, ¿no corremos el riesgo de que esta ampliación sea solo otra máscara política y no un cambio ético real? La pregunta incómoda persiste: ¿qué queda de la justicia cuando se negocia siempre en función de la conveniencia del más fuerte? Excelente propuesta de Javier para reflexionar.

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