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The Smart Technology Power

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Por María José Mazzocato.

¿Somos poderosamente inteligentes?

El sistema internacional se encuentra en un punto de inflexión. El siglo XXI comenzó bajo el paradigma de la globalización: mercados abiertos, flujos de capital, cadenas de valor y la promesa de un mundo cada vez más interdependiente. Fue la era de los tratados, de la expansión de organismos multilaterales y de la ilusión de que los Estados podían coordinarse bajo un mismo marco normativo. Sin embargo, esa etapa parece haber quedado atrás. Hoy nos enfrentamos a una era tecnológica, donde el poder no circula por los mismos canales ni obedece a las mismas lógicas que hace tres décadas.

En los años noventa, Joseph Nye irrumpió con una tesis que buscaba superar la rigidez del realismo clásico. Su concepto de soft power primero, y de smart power después, introdujo la idea de que los Estados podían influir no solo mediante coerción militar o presión económica (hard power), sino también a través de la atracción cultural, la diplomacia y la legitimidad internacional. Nye proponía que la verdadera inteligencia del poder consistía en saber combinar ambas dimensiones: alternar entre fuerza y seducción según la coyuntura.

Esa teoría fue sólida en su tiempo. Permitió explicar la preeminencia de Estados Unidos en la posguerra fría, donde su cultura popular, sus universidades y sus valores democráticos resultaban tan influyentes como su poderío militar. Sin embargo, al ingresar en el siglo XXI, el tablero cambió radicalmente. La globalización mostró sus límites con las crisis financieras, el terrorismo transnacional y el aumento de la desigualdad. Más recientemente, la tecnología emergió como la nueva matriz del poder, y no solo para los Estados, sino para el conjunto del sistema internacional.

Byung-Chul Han lo advirtió en su tesis: vivimos en una época de psicopolítica, donde el control ya no es externo, sino interno, voluntario, mediado por plataformas digitales que recogen datos y moldean conductas. El poder ya no necesita imponer cadenas; basta con algoritmos que generan dependencia. Y si lo unimos a la teoría de Nye y Keohane, vemos que la tecnología se impone como parte de la construcción de un sistema repleto de interdependencia compleja. Lo que antes se resolvía en términos de fuerza militar o diplomacia cultural, hoy se libra en el terreno de la información, las redes sociales, la inteligencia artificial y el control de infraestructuras digitales.

El sistema internacional confirma esta mutación. Nepal, vulnerable ante catástrofes sociales, muestra cómo la carencia tecnológica profundiza la fragilidad estatal. Francia, frente a una sociedad movilizada, evidencia que la política ya no se juega solo en las calles, sino también en plataformas digitales que amplifican la protesta. En Medio Oriente, las negociaciones entre Israel y Palestina en Qatar revelan que el poder se reconfigura en tiempo real, atravesado tanto por drones y ciberataques como por campañas de comunicación digital.

Y, sin embargo, los Estados parecen rezagados, sin darle relevancia a esta dimensión tecnológica. Mientras corporaciones como Google, Apple, Meta o TikTok concentran poder global —verdaderos individuos multilaterales— muchos gobiernos se muestran incapaces de adaptarse. La falta de modernización tecnológica, la crisis de representatividad, los sistemas políticos insuficientes y la ausencia de liderazgo generan un desfase preocupante. Los Estados continúan pensando en términos de globalización, mientras el mundo ya funciona bajo la lógica de la era tecnológica.

Aquí se abre el espacio para una reconstrucción teórica. Nye nos legó un marco valioso, pero incompleto para el presente. Si en los noventa el desafío era combinar poder duro y poder blando, hoy el reto consiste en incorporar una tercera dimensión: el poder tecnológico. A esta reconfiguración propongo llamarla Smart Technology Power.

El Smart Technology Power puede definirse como la capacidad de un Estado de ejercer influencia y control mediante la gestión estratégica de tecnologías críticas: desde el ciberespacio y las infraestructuras digitales hasta los algoritmos de inteligencia artificial y los flujos de datos. Se trata de una síntesis superior, donde la coerción militar (hard power) y la atracción cultural (soft power) se reconfiguran en un nuevo plano: el de la tecnología como recurso de poder global.

Este nuevo enfoque implica varias transformaciones. Primero, entender que la ciberseguridad es tan vital como la defensa territorial (homeland security). Segundo, reconocer que la atracción cultural pasa hoy por las plataformas digitales, que moldean imaginarios colectivos a escala global. Tercero, aceptar que los algoritmos funcionan como nuevas armas de influencia política, capaces de incidir en elecciones, protestas y opiniones públicas. Y, finalmente, asumir que la soberanía de un Estado ya no se mide únicamente en territorio, sino en su capacidad de proteger y regular sus datos.

La disyuntiva contemporánea debe ser clara: los Estados que no se adapten a esta nueva era quedarán desplazados en el sistema internacional. No se trata solo de falta de liderazgo, sino de un conflicto de paradigma. Los sistemas políticos actuales, incapaces de procesar la aceleración tecnológica, permanecen atrapados en lógicas del siglo XX, con burocracias que no logran gestionar la complejidad digital.

La solución pasa por actualizar la teoría de Nye. Si el smart power fue la herramienta conceptual para la globalización, el smart technology power debe serlo para la era tecnológica. Solo desde allí los Estados podrán recuperar protagonismo frente a otros actores internacionales: corporaciones y redes multinacionales, organizaciones internacionales y no gubernamentales, e incluso un desafío inédito: el individuo internacional, capaz de usar los algoritmos con más eficacia que muchas diplomacias tradicionales. Estos actores logran posicionarse como entidades centrales, influyendo en comunidades internacionales antes que el propio Estado, que ha perdido competencia frente a ellos.

El avance de la tecnología es inminente. La pregunta es si los Estados serán capaces de transformarlo en poder inteligentemente gestionado, o si quedarán reducidos a meros espectadores. Nye nos mostró el camino hace treinta años; hoy nos toca evolucionar su teoría para que los Estados no se conviertan en fósiles políticos en un mundo gobernado por datos, algoritmos e influencias maliciosas.

¿Somos, entonces, poderosamente inteligentes? La respuesta depende de nuestra capacidad de pensar y actuar en clave tecnológica. Solo así podremos afrontar esta disyuntiva contemporánea y reinsertar a los Estados en la historia de un sistema internacional que, lejos de terminar, acaba de mutar.

 

5 COMENTARIOS

  1. Querida licenciada,

    Otro domingo mas tomando café y haciendo lectura de este maravilloso proyecto..

    Siempre me detengo en sus notas, que poseen cierta mirada disruptiva con el mundo que vivimos.

    Espero de esto un libro…

    Saludoss

  2. Acostumbrado como siempre a la muy buena información y claridad de la licenciada Mazzocato.mil felicitaciones y gracias por sus publicaciones .claras y precisas

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