El secreto

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Por Albana Morosi.

 

Todo empezó un sábado a la tarde cuando después de mucho insistir logré que mi abuelo me llevara al circo. 

¡Me encantaba ver a los equilibristas deslizándose igual que arañas sobre hilos invisibles! 

Para mí el circo era como un sueño, de esos de los que no quería despertarme. ¡Estaba tan feliz!

En cambio, mi abuelo con cara de león en cautiverio bostezaba de a ratos mortalmente aburrido. 

De pronto, todo se hizo humo. Las luces bajaron. Se oyeron redoblantes y de la voz del presentador:

–Con ustedes: Astrid La Grande.

Surgió de la nada una señora alta, rubia, con capa y galera negras, y tantas arrugas como mi abuelo. 

Me hubiera gustado sacar una foto de la cara que puso él cuando la vio. Se le abrieron los ojos de soles como si se hubiese despertado, pero de otro sueño.

La maga pidió un asistente del público. Y yo no pude detener a mi abuelo que se lanzó a la pista como un caballo desbocado. 

Sacó pañuelos y conejos de la galera. Dio toques de varita. Se metió en la caja, y hasta se dejó atravesar por el serrucho. 

Lo hizo todo muy bien. 

Al final de la función seguía tan entusiasmado que casi me deja olvidada en la platea. 

Camino a casa me confesó:

–Desde chico soñé con ser asistente de mago, o maga– y sus mejillas se sonrosaron. 

–¡Estuviste fantástico, abuelo! 

Y él con una sonrisa que no le conocía me pidió:

–Por ahora no cuentes nada en casa, que éste sea nuestro secreto.

–Trato hecho.

Mientras estrechaba su mano me imaginé que el secreto se hundía en un mar silencioso como el botín de un barco pirata.

Mi abuelo no faltó un solo día a las funciones de “Astridcita La Grande”, como él la llamaba. 

Un rato antes de que se fuera al circo ensayábamos juntos. Yo me disfrazaba de maga con el mantel púrpura atado a modo de capa, él me asistía. 

La función nos salía perfecta hasta que volvían mis padres del trabajo y se quedaban mirando al abuelo –entre asombrados y curiosos– porque jamás lo habían visto actuando así. De tan sonriente parecía otro. Ya no se dormía frente al televisor, ni jugaba al solitario, ni oía tangos por la radio, últimamente solo boleros. 

Entonces, mientras ellos lo examinaban sin comprender a qué venía tanto entusiasmo, él, como si nada, echaba un vistazo a su reloj y corría a ponerse el traje negro, una flor en el ojal y su sombrero. 

Se despedía de todos tirando besos al aire. Y a mí, que guardaba el secreto, me guiñaba un ojo. En cuanto abría la puerta para irse al circo:

–Genaro, ¿a dónde va vestido así?–lo escudriñaba mi mamá con voz de maestra. Y él desde la puerta, igual que un chico apurado por salir al recreo, le inventaba cualquier excusa. Que se iba a la cancha de bochas o a jugar un numerito a la quiniela. 

Cada vez que mi abuelo se iba, mi papá hacía girar la punta del dedo índice sobre la sien y le preguntaba a mi mamá: 

–¿Qué bicho le pico a papá?

–Qué sé yo; a la vejez: viruela, y no hagas ese gesto adelante de la nena– le respondía ella. Entonces mi papá se guardaba el dedo en el bolsillo.

Con el tiempo mi abuelo se dio cuenta de que mis padres ya no se creían lo de las bochas o la quiniela y un domingo al mediodía me propuso:

–¿Si les contamos nuestro secreto, así se quedan tranquilos?

–Bueno– le contesté no muy animada. 

Y me imaginé que buceaba en un mar silencioso y rescataba el secreto sepultado entre corales igual que el botín de un barco pirata.

Aquel domingo entre raviol y raviol empezamos a contarles a mis padres de la vez que habíamos ido al circo. Íbamos por la parte en que el abuelo se lanzaba a la pista cuando ellos dejaron de morderse los labios para soltar las risas que venían aguantando. 

–Genaro, ¡mire que está grande! Déjese de cuentos que la nena después sueña– le pidió mi mamá con cara de por favor.

–Últimamente no sé qué te pasa papá, parece que te faltara un tornillo– agregó mi papá.

Lo del “tornillo” quedó suspendido en el aire y al rato como si todos buscáramos algo perdido volvimos la vista hacia los platos.  

Siempre a escondidas mi abuelo siguió asistiendo a la maga. 

Cada noche yo esperaba despierta que regresara del circo.

–¿Algún truco nuevo?

–Astridcita está practicando uno dificilísimo, ¡realmente es grandiosa!—me aseguraba con voz de miel. 

Una noche volvió a casa y no quiso sacarse el sombrero. 

Mis padres trataron de convencerlo diciéndole que dejárselo puesto era de mala educación, que traía mala suerte en el juego.

Cansados de lidiar con él susurraron entre bostezos algo sobre una nueva maña de viejo.

Nada de eso. 

No bien se fueron a dormir mi abuelo se quitó el sombrero para mostrarme las orejas de conejo que le habían aparecido. 

Al ver mi cara de horror suavizó su voz para decirme:

–Es que estamos trabajando en un truco de transformación; éste es solo el principio. 

–Cuidate que yo te quiero completo– le pedí. 

Pero él era un empecinado. 

Y a la noche siguiente volvió sin las orejas de conejo, con un bultito en la espalda. 

Fresco y sonriente me mostró su nueva aleta de pez.

–Algo anda mal– le dije.

–Es muy complicado el truco y La Gran Asdtridcita lo está perfeccionando– me aseguró.

Una tarde, en cuanto el asistente de maga se fue con su flor en el ojal, mis padres me llevaron a tomar algo: lo que hacían cada vez que querían hablarme de cosas importantes.

–Nos preocupa ver al abuelo tan cambiado– dijo mi mamá mientras tomaba su té de durazno.

–Se comporta de un modo muy extraño– agregó mi papá. Y los dos a la vez, él carraspeando y ella alisándose el vestido, tomaron envión para decirme:

–Estuvimos pensando que quizás lo mejor para él sería llevarlo a un hogar de ancianos, con gente de su edad.  

–Si el abuelo ya tiene un hogar– les dije casi llorando sobre el iceberg de mi helado.

–No exageres que no es para tanto. 

–Además, podrías ir a visitarlo.

Esa noche mi abuelo no volvió a casa. Y por más que lo buscaron no pudieron encontrarlo. 

Desapareció al mismo tiempo que el circo.   

Yo me alegré por dentro, estaba segura de que pronto tendría noticias suyas. Y me lo imaginé con aletas de delfín nadando en un mar silencioso junto a mí.

Hoy recibí un mensaje de mi abuelo, manda una foto donde se lo ve flotando en el aire. Impresionante. 

Parece que Astridcita La grande logró dominar su último truco. 

 

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