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Serie Usted está aquí

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Monos

Por Hugo Robles Lama.

“Estoy a favor de un arte político-erótico-místico, que hace algo más que sentar su trasero en un museo” , Claes Oldenburg.

Trabajo solo, rodeado de papeles. Arriba, el techo bajo de una buhardilla se arquea como si escuchara. Los folios se abren despacio como si recordaran. Los dedos, manchados de tinta, acusan. Afuera las balas le silban un piropo a la noche, que entre gritos alcanza el silencio.

Me atrae el papel por su aspereza honesta, por ese aroma que mezcla polvo y tinta. Su pulpa guarda los ecos de todo lo dicho. Recito, mímico, un coro en el que reconozco mi voz que se de otro.

La pulpa del papel conserva los gritos teñidos de urgencia, como la tinta de un pulpo amenazado que extiende sus tentáculos, envolviendo todo con una pausa densa y elusiva.

Se vive de palabra en palabra. Se muere en esa cadencia. El testigo confirma su rol en el entrelineas.

 

 

El panfleto nació como merma del tiraje oficial. En el siglo XVII, cuando las calles eran barro y las ideas se cocinaban en tabernas, alguien dobló una hoja y escribió con furia. No era literatura, no era arte. Era necesidad. Un grito breve, un llamado. El panfleto no pedía permiso. Circulaba entre manos temblorosas, se escondía en bolsillos, se leía en voz baja.

Durante la Ilustración, el panfleto se volvió verbo. Rousseau, Voltaire, Diderot lo empuñaron como filo, como urgencia. No era un libro, pero cortaba igual. En América Latina fue detonante. En cada revuelta, cada huelga, cada grito estudiantil, una hoja bastaba para encender. El papel pateaba al poder. Se instalaba en el centro del vacío. Cada gesto, más nítido. Cada sonido, una brasa.

Luego vino la televisión, el marketing, el ruido. El panfleto se disfrazó de folleto, se volvió dócil, decorativo. Ya no cortaba, seducía. Susurraba descuentos donde antes rugía ideas. Pero en los bordes, aún latía. En pasillos sin brillo, en muros que nadie mira, seguía siendo abrigo. Un niño lo encontraba caído, como el fósil de una historia que no se cuenta.

Y así, la palabra se volvió pixel. El panfleto se transformó en post, en meme, en hilo de Twitter. Ya no se doblaba, se compartía. Ya no se escondía, se viralizaba. Pero algo se perdió. La textura, el olor, el silencio. En la pantalla todo es ruido. Todo compite. Todo grita. El panfleto, que antes era pausa, se volvió parte del vértigo.

La inteligencia artificial observa desde el borde. No escribe panfletos, pero los analiza. Los clasifica, los predice. Puede generar uno, sí, con precisión quirúrgica. Pero ¿puede sentir la urgencia? ¿Puede entender el temblor de una mano que imprime en la madrugada? ¿Puede saber lo que significa repartir ideas bajo amenaza? El vacío lo ocupa el algoritmo. Cada acto parece así más calculado, más fácil de replicar. Los sonidos los separan. Todos los detalles aparecen, pero ¿dónde está el temblor?

Sin embargo, algo persiste. En medio del ruido digital, hay quienes aún escriben como si imprimieran. Como si cada palabra fuera papel. Como si cada frase tuviera que sobrevivir al viento. El panfleto vive en ellos. En los blogs que no buscan likes, en los correos que no venden nada, en los textos que aún creen en la palabra como acto.

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