Deuda

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Por Enrico Colombres.

La dificultad no consiste en saber cómo pagar la deuda sino cómo hacer para no aumentarla, para no tener nuevas deudas, para no vivir del dinero ajeno tomado a intereses.

Juan Bautista Alberdi.

En sus Escritos económicos (1887), Juan Bautista Alberdi decía oportunamente que “La dificultad no consiste en saber cómo pagar la deuda sino cómo hacer para no aumentarla, para no tener nuevas deudas, para no vivir del dinero ajeno tomado a intereses. El interés de la deuda, cuando es exorbitante y absorbe la mitad de las entradas del tesoro, es el peor y más desastroso enemigo público. Es más temible que un conquistador poderoso con sus ejércitos y escuadras; es el aliado natural del conquistador extranjero”.

La deuda externa argentina es un fantasma que recorre la historia reciente del país. No nació como un fenómeno inevitable ni como una consecuencia lógica del desarrollo, sino como una imposición que se fue consolidando a través de decisiones políticas que respondieron más a intereses de poder que a las necesidades de un pueblo. Durante los gobiernos militares, especialmente desde la dictadura iniciada en 1976, se contrajeron deudas a espaldas de la ciudadanía, con condiciones oscuras y sin el aval de la representación democrática. Esa deuda, generada bajo un régimen ilegítimo, constituye una de las principales cadenas que hasta hoy atan la soberanía argentina. Lo ilegítimo de su origen no fue nunca resuelto con la seriedad que merecía y la democracia heredó esa carga sin revisar a fondo ni cuestionar los cimientos podridos sobre los que se levantaba.

Desde entonces, cada crisis, cada colapso económico, cada etapa de desindustrialización estuvo marcada por la dependencia de créditos externos. Lo más trágico es que esa dinámica no solo arrastró cifras millonarias, también arrastró autonomía política. Las decisiones soberanas se vieron reemplazadas por órdenes dictadas desde el Fondo Monetario Internacional, por lineamientos trazados desde Washington o por pactos firmados a puertas cerradas entre funcionarios y banqueros. La deuda se convirtió en la herramienta más eficaz de sometimiento. Y cada vez que alguien intentó discutir su legitimidad, el sistema lo tildó de irresponsable, de populista o de enemigo de la estabilidad.

Hoy la situación no es diferente, aunque el maquillaje sea otro. El actual presidente anunció con grandilocuencia en cadena nacional que lo peor ya había pasado. Fue un discurso construido para calmar ansiedades, para convencer de que la tormenta quedaba atrás. Pero bastaron unos días para que ese relato se desplomara y saliera a pedir dinero desesperadamente en el exterior, ofreciendo como garantía no solo las cuentas fiscales, sino también los recursos estratégicos del país. La contradicción es tan evidente que cuesta entender cómo aún puede sostenerse un discurso de estabilidad cuando lo que se observa es un Estado arrodillado frente a acreedores y potencias extranjeras.

El préstamo de Estados Unidos es un caso paradigmático. Lejos de ser un gesto inocente de ayuda, constituye una movida geopolítica clara. La intención es anclar a la Argentina dentro de la órbita norteamericana para frenar la creciente influencia de China en la región. No se trata de dinero gratis ni de solidaridad internacional, se trata de intereses estratégicos donde nuestro país es apenas una ficha más en el tablero global. Para colmo, el mecanismo elegido para instrumentar ese préstamo roza lo escandaloso. En lugar de pasar por las cámaras de diputados y senadores, en lugar de abrir el debate democrático y asumir la legitimidad institucional, se recurrió a atajos. Supuestos depósitos en pesos en bancos estadounidenses, cláusulas que nadie conoce, compromisos que se firman en secreto y que generan más incertidumbre que confianza. Cuando un gobierno actúa de esa manera, la deuda deja de ser un recurso financiero y se convierte en un acto de traición a la soberanía.

La soberanía no es una palabra abstracta ni un concepto romántico. Se materializa en la capacidad de decidir sobre los recursos que son propios. Y en este momento lo que está en juego es ni más ni menos que el control de las riquezas estratégicas que pueden definir el futuro de Argentina. Vaca Muerta es el ejemplo más claro. Allí se concentran reservas de más de 16.000 millones de barriles de petróleo y unos 300 billones de pies cúbicos de gas natural. Con la infraestructura adecuada, en pocos años podría duplicarse la producción y llegar a un millón de barriles diarios. A precios internacionales actuales, ese nivel de producción significaría ingresos brutos de más de 25.000 millones de dólares anuales. PwC estima incluso un superávit energético de 30.000 millones hacia 2030 si se cumplen las proyecciones de exportación.

Esa suma de dinero tiene la capacidad de cambiar la historia. Con esos ingresos podría financiarse un sistema jubilatorio justo, un sistema universitario robusto, un sistema de salud accesible y digno. Podrían resolverse deudas históricas con los sectores más vulnerables. Sin embargo, en lugar de pensar en cómo aprovechar soberanamente esa riqueza, el gobierno actual elige hipotecarla en créditos que comprometen parte de ese potencial. Y lo hace bajo condiciones que priorizan a los acreedores externos y a las empresas privadas antes que al pueblo argentino.

No se trata solo de petróleo. La soberanía del agua está también en juego. La entrada de Mekorot, la empresa estatal israelí denunciada por prácticas restrictivas contra comunidades palestinas, en el manejo del agua en distintas provincias argentinas, muestra la fragilidad con la que se entregan recursos vitales. Agua potable, riego agrícola, manejo de cuencas son cuestiones que no admiten especulación ni privatización encubierta. Que un recurso esencial para la vida humana quede en manos de una empresa extranjera es un acto de irresponsabilidad histórica. Bajo la excusa de asesorías técnicas y modernización de sistemas, lo que se esconde es un avance sobre un recurso estratégico cuya pérdida sería tan grave como la entrega del petróleo o del litio.

Todo esto ocurre mientras en el plano político interno se acumulan escándalos. El caso de las coimas del tres por ciento, que golpeó de lleno al gobierno, destapó una trama de corrupción que pone en evidencia lo que muchos ya intuían. Las promesas de transparencia eran apenas una fachada. La caída de la imagen presidencial, la imposibilidad creciente de sostener el discurso del alivio, la inflación que golpea a las familias, la pobreza estructural que se profundiza, todo eso construye un escenario de descontento social cada vez más difícil de contener. Hablar de reelección en estas condiciones es casi un despropósito. Incluso la finalización del mandato aparece en duda ante el riesgo de un estallido social si la crisis continúa su escalada.

El pueblo argentino no puede seguir tolerando que se lo engañe con discursos vacíos mientras se negocia su futuro en oficinas extranjeras. No puede aceptar que se quemen miles de millones de dólares para sostener artificialmente el valor del dólar mientras jubilados cobran migajas, universidades se desfinancian y personas con discapacidad no reciben lo que les corresponde por derecho. No puede avalar que recursos como el agua o el petróleo se entreguen bajo condiciones oscuras, hipotecando la soberanía y el bienestar de generaciones.

La conclusión es clara y brutal. Lo que se está negociando no es un préstamo, es la entrega de soberanía. Lo que se está comprometiendo no es un balance fiscal, es el futuro de un país entero. Lo que se está hipotecando no son solo cifras en dólares, son barriles de petróleo que aún no se extrajeron, litros de agua que aún no se consumieron, generaciones que aún no nacieron. Se nos dice que lo peor ya pasó, pero lo peor es lo que viene si seguimos aceptando esta dinámica de dependencia y entrega.

Vos que estás leyendo esto tenés que preguntarte si vas a seguir siendo espectador de cómo te arrebatan lo que es tuyo. Porque la deuda no es una cuestión lejana ni un asunto de tecnócratas, es el modo en que te condicionan la vida. La pregunta es si vamos a seguir creyendo que este país está condenado a endeudarse eternamente o si vamos a empezar a discutir en serio cómo recuperar la soberanía.

Esa discusión exige ir más allá de las coyunturas. Recuperar la soberanía significa también establecer límites claros: una ley que prohíba concesionar o vender los recursos estratégicos del país. Solo así el petróleo, el agua, el litio y la energía dejarán de ser moneda de cambio en las negociaciones de la deuda y volverán a ser lo que siempre debieron ser: bienes comunes, inalienables y al servicio de las generaciones presentes y futuras.

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