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El poder sin virtud

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Por Fernando M. Crivelli Posse.

Un buen gobierno solamente puede existir cuando hay buenos ciudadanos.

Francisco I. Madero.

El secreto de la libertad es el valor.

Pericles.

La advertencia de Pericles, formulada hace más de dos milenios, sigue vigente: “El secreto de la libertad es el valor”. Hoy, lo que contemplamos es un sistema corroído, que avanza a trompicones mientras se aferra a la ilusión de estabilidad. Esa estabilidad es propaganda, un recurso para proteger privilegios y adormecer la conciencia pública. La escasez de valor en la dirigencia se disfraza de normalidad, y lo que debería ser virtud política se ha transformado en rutina decadente.

Las grandes ideas que alguna vez proyectaron a los pueblos hacia el futuro rara vez nacieron de mayorías conformistas. La historia enseña que los cambios decisivos fueron impulsados por minorías lúcidas, muchas veces incomprendidas en su tiempo. Las mayorías, en cambio, prefieren el alivio inmediato: pan y circo en la Roma antigua, entretenimiento barato y promesas vacías en la Argentina contemporánea. La propaganda moldea la percepción colectiva, exalta lo trivial y anestesia lo trascendente. El honor, convertido en anacronismo, deja paso a una cultura política donde la mediocridad no solo se tolera: se premia.

La corrupción no es solo el saqueo de los fondos públicos; es también el secuestro del futuro. Es gobernar como si el mañana no existiera, hipotecando a las generaciones venideras a cambio de contratos inmediatos o aplausos efímeros. Bajo esa lógica, la patria deja de ser un proyecto común y se convierte en un botín en disputa. La República se degrada cuando sus instituciones, que deberían proteger el bien común, se convierten en instrumentos de reparto y prebenda.

El efecto más corrosivo es la naturalización: la corrupción se vuelve paisaje. Ya no sorprende, no indigna, no altera la vida cotidiana. Esa aceptación silenciosa es el triunfo más perverso de la decadencia, porque transforma lo intolerable en rutina. La República no se derrumba de golpe; se vacía lentamente de sustancia, reduciéndose a un cascarón formal donde las instituciones existen en apariencia, pero carecen de autoridad moral y capacidad transformadora. Y lo que revelan no es grandeza sino la parodia invertida de la virtud: cuanto más se enorgullecen de su inteligencia y honor, más evidente es la corrupción de sus vicios.

Hoy la República está en un punto de inflexión. La propaganda mantiene a las masas atrapadas en lo inmediato, mientras se deteriora la estructura que debería sostener la libertad. No es tiempo para tibios. Se requieren hombres y mujeres que amen a la patria más que a su propio nombre; austeros, íntegros e incorruptibles, dispuestos a sangrar sin doblegarse ante el poder económico ni rendirse ante la tiranía de la moda ideológica. Estadistas que comprendan que gobernar no es repartir migajas ni buscar aplausos efímeros, sino forjar un futuro duradero, incluso cuando la posteridad no los recompense con gloria.

Maquiavelo lo advirtió: “Quien no detecta los males cuando nacen, carece de prudencia”. Nuestros males no solo nacieron: crecieron, se extendieron y se incrustaron en la vida institucional. Los vemos, pero la costumbre los vuelve invisibles; el silencio nos hace cómplices.

Roma no cayó por exceso de poder, sino por la complacencia y frivolidad de una clase dirigente que celebraba su propia ruina. El riesgo argentino es similar: una dirigencia satisfecha con administrar la decadencia, confundiendo gestión con preservación de privilegios. La mediocridad mata lentamente, pero lo hace con eficacia: desgasta la confianza social, erosiona instituciones y abre la puerta a un colapso que parece inevitable.

El dilema es brutal: o se recupera la dignidad de la República con decisiones firmes, o se entrega su memoria y futuro al abismo. Pericles recordaba: “El secreto de la felicidad es la libertad, y el secreto de la libertad es el valor”. Kant, siglos después, sostuvo que la dignidad del hombre radica en ser fin en sí mismo, nunca un medio para intereses ajenos. Sin virtud, el poder se convierte en su reverso: donde no hay virtud, el poder destruye la libertad. 

Hoy no basta con indignarse ni con denuncias ocasionales. La República aún respira, pero su supervivencia depende de enfrentar la corrupción y la mediocridad con convicción, valor y coherencia. Solo los valientes pueden levantarla del abismo y escribir el futuro que nuestra patria merece. La pregunta no es si la decadencia existe -su evidencia es cotidiano-, sino si todavía estamos a tiempo de revertirla. La historia enseña que los sistemas no avisan cuando el deterioro se vuelve irreversible, y lo único seguro es que la tibieza nunca fue refugio: es el camino más rápido hacia la pérdida de la patria. La República no espera a los tibios ni perdona a los cobardes. quien se abstiene de actuar ante la corrupción y la mediocridad no solo traiciona su conciencia, sino que erosiona la base misma de la libertad colectiva. 

Continuará…

 

9 COMENTARIOS

  1. Reflexiones muy lúcidas y muy oportunas que, además, están fundadas en valores, que parecen haber olvidado muchos políticos, si es que alguna vez los tuvieron.

  2. Estimado Señor, muy interesante su pensamiento y la forma cómo lo describe, pero como dijo Nuestro Señor Jesucristo, “ el que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Me pregunto, que hacemos cada uno de nosotros para colaborar en que se reviertan casi 100 años de ingobernabilidad de nuestro querido país?

    • Estimado agradezco su comentario. Justamente ahí esta el punto; los cambios sociales profundos no nacen de leyes o decretos, nacen del ciudadano común que vive con principios firmes. Sin justicia y sin libertad, todo fracasa. Pero esos valores empiezan en lo cotidiano: en como hablamos en casa, en como educamos a nuestros hijos, en como nos comportamos en la calle y el trabajo.
      Si cada uno asume la responsabilidad de ser coherente en su proceder tanto endógeno como exógeno y de transmitir en un grado superior esa coherencia en su barrio, en su comunidad, en su entorno, se enciende una chispa. La historia enseña que los grandes cambios sociales comenzaron cuando muchos individuos, desde su lugar (no es necesario estar en lo mas alto del vértice), dejaron de TOLERAR LO INACEPTABLE (el uso de mayúscula hace referencia a la importancia del tópico).
      La decadencia se combate con ciudadanos que se transformen en faros: firmes, íntegros, inquebrantables. Si queremos recuperar la republica y la democracia bien concebida, debemos empezar por recuperar al ciudadano. Sin otro particular le saludo a Ud. atte. Y le deseo un excelente domingo.-

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