Por Albana Morosi.
Lo dejaron sentado en el balcón, detrás de las rejas negras, de espaldas a la persiana de madera, como en penitencia. Ni siquiera podía ver la alfombra azul del living donde jugaban con Rita, cuando ella lo adoraba, porque, él, Igor, era su peluche favorito. Pero de buenas a primeras, una tarde, fue a parar al balcón.
¿Es que Rita ya no lo quería? ¿Desde cuándo? ¿Habría dejado de quererlo porque se lo regaló Pablo y después se fue? Tal vez, al verlo, la mamá de Rita extrañaba a Pablo y eso la hacía llorar.
El amor, ese sentimiento desconocido para Igor hasta que apareció Rita, crecía dentro de su corazón como si tuviese vida propia. Y aunque intentase quitárselo de adentro, era inútil. ¿Se podría cambiar la dirección del amor hacia otra persona?
Igor, como lo había bautizado Rita, no pasaba inadvertido fácilmente como para olvidárselo en el balcón. Era un mono chimpancé que superaba en altura a Lola, la mascota de Rita. Pero mejor no compararse con Lola, pensaba Igor, porque salía perdiendo. Por más toy que fuese aquella caniche podía seguir a Rita a todas partes y ladrar continuamente hasta que la dejaran dormir en el sofá del living. Igor no ladraba, su fuerte eran esos ojazos color miel, profundos y habladores. Fue por eso que cuando Rita lo vio en la vidriera de la juguetería y pudo oír lo que aquellos ojos le decían, se encaprichó con que se lo compraran. Y Pablo no tuvo más remedio.
Desde entonces, Rita se la pasaba jugando con Igor al ludo, a los astronautas, a la pelota. Ella era la única que entendía lo que aquellos ojos de miel decían. Él, el único que no la obligaba a comer y a bañarse.
Un día cualquiera Igor se dio cuenta que Rita ya no lo miraba, y sus ojos no tuvieron a quien decirle; sintió que perdía el rumbo como un barco que pierde el norte. No era culpa suya que Lola le hubiese estropeado a mordiscos la piel de peluche.
En plena mudanza Igor quería correr detrás de Rita para que no lo dejase solo. Pero ella, entusiasmada con lo de la casa nueva, ayudaba a su mamá a desarmar el rompecabezas de sus vidas en ese departamento. Guardaba las piezas en cajas de mimbre: platos, libros, cuadros, todos los juguetes, menos Igor. ¿Lo dejaría atrás como dicen que se deja el pasado cuando se crece?
Un sábado de invierno Igor oyó el portazo final, ese que dan los que se van para siempre. Y el vacío de aquel hogar mudo lo inundó de silencio.
Los días siguieron pasando con sus nubes por el pedacito de cielo que daba al balcón. Igor miraba pasar con su mejor cara de peluche inanimado, aunque por dentro oyera los ronquidos tibios de su amor adormecido.
Hasta que una mañana apareció una nena de pelo castaño en la ventana del edificio que daba su frente al balcón. Dejó migas de pan sobre el marco de la ventana y después desapareció detrás de una cortina blanca. Al rato, torcazas y gorriones bajaron a comer. A Igor le encantó ver aquella escena, que de allí en más se repetía todas las mañanas. El balcón donde estaba sentado Igor se transformaba en el mejor palco de un teatro; ver aquel espectáculo le devolvía el brillo a sus ojos.
La nena se llamaba Irene y estaba internada como pupila en un colegio. Igor no sabía que cada mañana, detrás de la cortina blanca, Irene apuntaba su larga vista hacia él y lo miraba un largo rato. “¿Quién se habrá olvidado un chimpancé tan lindo en el balcón?-se preguntaba-. “Si pudiera rescatarlo, pero cómo: con una grúa, diez escaleras atadas con elástico, un viento fuerte, una jirafa amiga.”.
El viernes a la tarde encontraba a Irene con la mochila lista para volver a su casa. Pero un viernes tras otro su mamá llamaba por teléfono para decirle que iría el fin de semana siguiente, porque tenía mucho trabajo.
Irene aguantaba las ganas de llorar que le daban cada viernes, se sentía muy sola en ese inmenso colegio, casi tan sola y olvidada como se sentiría aquel chimpancé del balcón, al que las lluvias azotaban y el sol decoloraba.
Lo que Irene no sabía era que mientras ella miraba con su larga vista al chimpancé, Ulises, un nene del balcón vecino al de Igor, con su larga vista la miraba a ella.
Una mañana, por esas vueltas que da la vida, ambos larga vistas se cruzaron.
Irene y Ulises se vieron de frente. Ojos marrones, ojos verde agua, nariz con nariz, sonrisa con agujerito, sonrisa con diente flojo. Dos puños se elevaron a la vez en un: ¿piedra, papel o tijera? La mano de Irene convertida en un papel pareció volar hacia el balcón de Ulises y cubrir por un segundo la piedra de su puño. Después hicieron palomas con sus palmas, practicaron distintos saludos y se despidieron jugando al pingpong con el sol que rebotaba de un espejito al otro.
El día siguiente fue viernes. Como cada mañana, Irene apuntó su larga vista hacia el balcón del frente, buscó al chimpancé de punta a punta, pero no lo encontró. Había desaparecido sin dejar rastro. Miró hacia el balcón de Ulises y la persiana estaba cerrada. Entonces fue como si el mundo se hubiese caído, mudo, a sus pies, igual que una pelota rota. Parecía que un invierno repentino la congelara con su abrazo invisible, y las palabras, muertas de frío se volvían charquitos de escarcha. Iba a escribir aquellas espantosas impresiones en su diario íntimo, cuando Julia, la portera del colegio, le dijo que en la puerta de entrada preguntaban por ella. Irene corrió para reencontrarse con su mamá, que ¡por fin venía a buscarla! Qué sorpresa se llevó cuando vio al chimpancé del balcón en brazos del chico de los ojos verde agua. Casi se desmaya de la alegría. Ulises le sonrió de oreja a oreja mientras dejaba en sus brazos al peluche que había pescado del balcón vecino, con la caña de pescar de su papá.
Irene abrazó a Igor tan fuerte que no le dio tiempo a pensar. Al sentir su abrazo, Igor se dio cuenta que si era posible cambiar la dirección de su amor hacia otra persona.
Aquel viernes, tres corazones repicaban juntos. Igor, Irene y Ulises se miraron largamente a los ojos, ¡tenían tantas cosas que decirse!

Qué bonito Albana! Es tan tierna tu manera de contar, es tan Albana, por eso hace tantos años cuando era maestra de grado, elegí tu cuento «Circo» para compartirlo con los chicos, y así, seguí leyéndote y logré conocerte en persona, cuando decidiste venir a Tucumán trayendo libros, abrigos,botas, tu guitarra y todo ese amor para compartir con los niños de la escuela Campamento Plumerillo q disfrutaron tu presencia cálida. GRACIAS Albana estarás siempre en el recuerdo de esos alumnos y docentes por tu simpleza y generosidad.
Querida Elsa, el amor con el que me recibiste en tu casa junto con tu familia, el amor y dedicacion tuyo y de todos los docentes y no docentes de Campamento Plumerillo, el amor y las sonrisas de niñas y niños, leyendo, dibujando escribiendo, cantando Manuelita, contando sus sueños, todo eso y más llevo por siempre en mi corazon. Todo eso y más me impulsa a escribir. Abrazos con alas.
Así como Igor se preguntada si es posible cambiar la dirección del amor yo me pregunto si es posible cambiar el sabor de las lágrimas. Y sí, es posible, su soledad, para él incomprensible, me trajeron lágrimas amargas y su abrazo con Irene lágrimas dulces, con perfume a vainilla. Y todo esto vino en las alas de las palabras de tu relato pero ¿por qué? porque sabés amar como Igor pero, además, sabés, y mucho, hacernos amar con ese amor que cambia sabores y colores, brazos y abrazos, sin dejar de ser siempre único, esperado, gozado, entregado. Gracias Albana por hacernos volar como las aves y separarnos de la contingencia del mundo!
Gracias, Ine por la caricia de tus palabras!!