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Del poder cautivo a la conciencia libre

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Por Fernando M. Crivelli Posse.

Sindicalismo Argentino

Los pueblos no se hacen fuertes por lo que conquistan, sino por lo que corrigen.

Juan Bautista Alberdi.

La Argentina nació con un ideal de libertad, pero su vida moderna se ha convertido en una red de pertenencias obligatorias. Sindicatos, partidos, colegios profesionales o gremios se presentan como defensores de derechos, pero muchas veces funcionan como estructuras de control que aseguran privilegios a sus cúpulas. El trabajador -el verdadero motor de la Nación-  se ve atrapado en una maraña de sellos, cuotas y pactos que lo representan sin consultarlo. La coerción ya no lleva uniforme: se firma en planillas.

En su origen, el sindicalismo fue un acto de justicia. Surgió para equilibrar la desigualdad entre el capital y el trabajo, para darle voz al que no la tenía. Pero en la Argentina del siglo XXI, esa noble misión se ha degradado, en muchos casos, a un sistema de poder que sobrevive de sí mismo. La “solidaridad obrera” se volvió un discurso vacío, mientras dirigentes enquistados por décadas disfrutan de privilegios que ningún trabajador común podría imaginar. La paradoja es brutal: los sindicatos que nacieron para liberar hoy muchas veces oprimen.

No hay que caer en la ingenuidad de negarlo todo. El sindicalismo argentino logró conquistas históricas: la jornada de ocho horas, el aguinaldo, las vacaciones pagas, la seguridad social. Pero esos logros pertenecen al pasado heroico, no al presente burocrático. Hoy gran parte del sindicalismo actúa como una aristocracia cerrada, más preocupada por conservar su cuota de poder que por adaptarse a las nuevas realidades laborales. El dirigente promedio no pisa una fábrica; el trabajador, en cambio, ya no se siente representado.

La historia explica parte de esta distorsión. Desde el peronismo de mediados del siglo XX, el sindicalismo fue absorbido por el Estado. Lo que comenzó como una alianza entre el poder político y los trabajadores derivó en un matrimonio de conveniencia donde los gremios se convirtieron en el brazo movilizador del poder. El movimiento obrero pasó de ser fuerza moral a fuerza electoral. Con el tiempo, esa subordinación degeneró en complicidad. La causa obrera se transformó en plataforma de ambiciones personales y trincheras ideológicas ajenas al bienestar del obrero.

El resultado está a la vista: gremios que controlan recursos millonarios mientras los salarios se pulverizan; sindicatos con estructuras empresariales propias; afiliaciones “voluntarias” que en la práctica son coercitivas. Quien decide no afiliarse queda fuera de las negociaciones, sin protección ni voz. No es libertad; es servidumbre moderna. Friedrich Hayek lo anticipó con lucidez: “La planificación colectiva conduce inevitablemente a la servidumbre.” En la Argentina, esa servidumbre se disfraza de “solidaridad obligatoria”.

Sin embargo, el sindicalismo no está condenado al desprestigio. Puede y debe renacer, pero necesita una reforma ética y moral profunda. Debe recuperar su misión original: ser defensor del trabajo, no del poder. No se trata de disolver los sindicatos, sino de depurarlos, democratizarlos y devolverles la palabra a los trabajadores. Un sindicato sano no impone la adhesión: la inspira. No vive del conflicto: lo resuelve. No busca perpetuarse: se renueva.

Hay ejemplos luminosos, aunque escasos. En distintos rincones del país, algunos gremios han demostrado que el sindicalismo puede reinventarse sin corromperse. Experiencias como la Unión Informática, nacida desde la base en un sector joven y tecnológico; la Asociación del Personal de Organismos de Control, que combina defensa laboral con transparencia institucional; o ciertos movimientos cooperativos del MTE que priorizan la capacitación y la producción, prueban que la ética y la innovación no son incompatibles con la lucha obrera. Donde hay rendición de cuentas y liderazgo rotativo, el sindicato vuelve a ser escuela de formación, no de extorsión. El sindicalismo auténtico no teme a la libertad; la promueve. Educa al obrero en su dignidad y al empresario en su responsabilidad.

El siglo XXI exige un sindicalismo inteligente, no dogmático. Las plataformas digitales, la automatización y la precarización global han fragmentado el trabajo en formas impensadas. En este contexto, los viejos esquemas verticales son obsoletos. Se necesitan organizaciones ágiles, transparentes y horizontales que defiendan derechos sin servirse del miedo. No hay futuro sindical posible sin educación cívica, transparencia institucional y una ética del servicio.

El falso progresismo -esa máscara de empatía que encubre negocios personales y retórica vacía- ha hecho más daño que el propio capitalismo que dice combatir. Ha vaciado el contenido moral del sindicalismo, reduciéndolo a un mecanismo de manipulación política. Mientras tanto, el trabajador sigue esperando respuestas concretas: salario digno, estabilidad, formación profesional y respeto por su libertad individual.

La recuperación del sindicalismo no vendrá de decretos ni de reformas impuestas desde arriba, sino de un renacimiento moral desde las bases. Los trabajadores deben asumir el desafío de reconstruir sus organizaciones con conciencia, sin miedo a la crítica y sin dependencia del poder político. Max Weber hablaba de la “ética de la responsabilidad”: esa debe ser la bandera de un nuevo sindicalismo argentino, responsable, democrático, transparente y nacional.

El sindicalismo no debe ser enemigo del empresario, sino su contrapeso moral. Ambos son partes del mismo organismo económico que sostiene a la Nación. La justicia social no se logra con paros eternos ni con privilegios gremiales, sino con cooperación, educación real y productividad compartida. La huelga, en una sociedad madura, debería ser el último recurso, no el primero. El progreso no se impone; se construye.

Si el sindicalismo quiere recuperar su legitimidad, debe romper con los hábitos del poder, abandonar la complacencia y volver a mirar al trabajador a los ojos. La patria necesita sindicatos que eduquen, que organicen, que inspiren, no que chantajeen. Porque una Nación no se levanta sobre la amenaza, sino sobre la conciencia. Ningún país puede ser libre si sus trabajadores están sometidos a sus propios representantes.

Defender la libertad hoy significa reformar el sindicalismo desde adentro, arrancarle su ropaje político y devolverle su alma moral. Solo así el trabajo volverá a ser sinónimo de dignidad, y el sindicato, escuela de ciudadanía y no guarida de poder.

Porque, como dijo San Martín, “cuando hay libertad y se la sabe defender, todo lo demás se conquista.”

Continuará… 

3 COMENTARIOS

  1. impecable análisis y propuesta como siempre… no puedo menos de asociar ideas y pensar en lo caudillistas que resultamos los argentinos, buscando papás y mamás y entendiendo por lealtad una adhesión no crítica y absoluta. también pienso en que la moral de la mayoría se rige por el temor al castigo entonces lamentablemente habría que controlar sin traspasar el límite de las libertades pero sin dejar decisiones libradas a la buena voluntad nomás… pienso en el fenómeno Messi que aunó en el deporte lo que tanto le gusta a los argentinos: el ídolo! pero además supo dar vuelta algunos disvalores que imperaban en los famosos y en el deporte… ojalá hubiera alguien paralelo en política, es la única salida que le veo a mi querido sangrante país

  2. El desafío es enorme y es urgente tomando en cuenta la nueva ley laboral en discusión, la obsolecencia de trabajadores que produce la IA (los gremios y sindicatos podrían capacitar), la nueva época en Argentina no verticalista ni partidaria.

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