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Por Hugo Robles Lama.

Piloto 

El andamiaje de la Memoria 

 

                                 “Esa mujer tiene mala música”- La señal / Eduardo Mignogna

“La cariátide del sufragio sustenta el templo de Dēmos”- Patrimonio flâneur /  Dr. Elías Vilar

El arquitecto Néstor Larraya, un hombre de cincuenta y tantos con una inclinación casi patológica por la precisión geométrica, había desarrollado una obsesión con el Pasaje Roverano. No era su ecléctica fachada de Avenida de Mayo, ni el esplendor ya gastado de sus bronces y vitrales de 1918. Su fijación radicaba en el concepto del entreacto, del inbetween o entre-espacio. Para Larraya, este pasaje no era meramente un conector entre Hipólito Yrigoyen y la Avenida de Mayo; era una transición física y creía firmemente, temporal.

Su teoría, que aburría mortalmente a sus colegas en el Colegio de Arquitectos, se había agudizado tras ver una antigua película policial argentina, La Señal, dirigida y protagonizada por ese actor de ojos melancólicos, Darín. En la cinta, el Pasaje Roverano actuaba como un muelle, un punto de fuga, donde un hombre al margen de la ley parecía deslizarse entre planos de realidad. Larraya estaba convencido: la galería no era un lugar, sino una pausa. Una pausa de seis años, para ser exactos.

El Pasaje original, de 1878, había sido demolido casi en su totalidad para dar paso a la Avenida de Mayo y, tras seis años de obras (1912-1918), resurgió la galería que hoy conocemos. El entre o inbetween de Larraya era el lapso preciso de esos seis años. Un intersticio no vacío, sino cargado.

—No es el espacio entre dos edificios, doctor—le había explicado a su psiquiatra, un joven con bigote que solo asentía—, es el tiempo entre dos construcciones. Un plano secuencia que la realidad no filmó, un rollo de película que se perdió, pero que debe existir.

Larraya había comenzado sus experimentos. A las tres de la madrugada, cuando el pasaje estaba desierto y la única luz venía de los faroles de la Avenida de Mayo y de la entrada al subsuelo—esa conexión con la Estación Perú, que era otra de las singularidades del sitio— él entraba con su cámara. Buscaba filmar ese plano secuencia perdido.

El plano, en su mente, era simple: una toma de la entrada por Yrigoyen, un largo, ininterrumpido travelling por el pasaje, subiendo por la escalera de mármol que llevaba a los pisos superiores y terminando en la azotea, donde la luz artificial moría contra el aire frío de la madrugada. El problema, invariable, era el tiempo. Al llegar al primer rellano de la escalera, justo donde un espejo biselado reflejaba la curva de las vidrieras, la cámara fallaba. O la memoria de la cinta se borraba, o la batería se agotaba instantáneamente, o lo más frecuente, la lente quedaba empañada por una bruma inexplicablemente fría.

Una noche de octubre, Larraya cambió de estrategia. En lugar de una cámara moderna, llevó una vieja Bolex de 16mm, de cuerda, casi un objeto de museo. Se sintió más cerca de la historia del pasaje, más acorde con el espíritu de la película de Darín.

Al dar cuerda a la cámara y empezar el travelling desde Yrigoyen, Larraya sintió la familiar punzada de expectación. Su paso era medido, casi un baile fúnebre sobre el mármol. Los ecos rebotaban en el silencio pulcro. La cámara, gracias a Dios, un dios asistente, seguía grabando.

Al alcanzar el rellano fatal del espejo, algo cambió. La bruma fría no empañó la lente, sino que llenó el aire. Era un aire denso, con olor a carbón húmedo y a kerosene. La luz de la Avenida de Mayo se había vuelto amarilla, trémula, como si una nube de smog de otro siglo la hubiera cubierto. El espejo, en lugar de reflejar el pasaje desierto de 1918, mostró una valla de madera tosca y, detrás, un montón de escombros. La pared lateral, que hoy es sólida, parecía haber desaparecido. Por la abertura, Larraya pudo ver el Cabildo, pero en un estado de abandono o de construcción anterior que no supo descifrar.

El entreacto se había manifestado. El Pasaje Roverano, por un instante, se había desdoblado en su forma anterior a 1912.

Larraya siguió caminando, impulsado por una curiosidad más fuerte que el miedo. Subió la escalera. El ascensor de hierro forjado estaba allí, pero la puerta de la jaula no era de bronce sino de un fierro oxidado. Al llegar al séptimo piso, al final de la ascensión, la luz era tan tenue que parecía más bien una ausencia. Abrió la puerta de la azotea, y el aire golpeó su rostro. El olor a carbón era insoportable.

Pero no estaba en 1912. No exactamente.

Se encontró en un espacio que era y no era la azotea. Había andamios de madera vieja y el cemento estaba fresco. Sobre uno de los ladrillos húmedos, alguien había escrito con tiza blanca, en una caligrafía elegantemente desordenada: “El mundo es el artificio de los espejos”.

Y de pronto, Larraya vio la figura. Un hombre, con un sombrero de ala ancha y una gabardina que le caía con una pesadez inusual, estaba de espaldas, observando la Plaza de Mayo. Su figura se recortaba contra un cielo de un gris absoluto. Era el tipo de hombre que en la película La Señal hubiera estado esperando un mensaje cifrado o el aviso de un barco.

Larraya, sin aliento, elevó la Bolex, pero justo en ese momento, la cuerda de la cámara se agotó, produciendo un último y seco clic metálico en el silencio.

El hombre de la gabardina se giró lentamente. No tenía el rostro de Darín, ni de los hermanos Roverano. Su cara era indefinida, una especie de collage de rasgos fugaces. Pero sus ojos, por un instante, parecieron entender el plano secuencia, el entreacto de la arquitectura y la fatalidad del cine. En ese rostro, Larraya leyó la comprensión de que aquel inbetween no era un error, sino una dimensión persistente, donde lo inacabado sigue sucediendo.

El hombre levantó una mano y, con un gesto tranquilo y definitivo, borró con la palma de la mano el mensaje de tiza.

En ese instante, el olor a carbón se desvaneció. La luz se hizo blanca y moderna, fría como el neón. Larraya estaba de nuevo en el presente, de pie en la azotea del Roverano, con la cámara inerte.

Al revelar el rollo, Larraya encontró que las primeras tomas del pasaje por Yrigoyen estaban perfectas: bronces, vitrales, mármoles. Pero a partir del rellano del espejo, la cinta mostraba una luz borrosa y amarillenta, y el resto del metraje, incluido el hombre de la gabardina, era solo seda blanca, como si el celuloide hubiera quedado velado por una niebla fantástica.

Larraya lo entendió. Había filmado el entreacto, pero la realidad, celosa de sus intersticios, había velado la evidencia. El plano secuencia no era solo un movimiento de cámara; era un acto de violación temporal. La realidad lo había permitido, pero había confiscado la prueba, dejándole solo la memoria perturbadora de un rostro que sabía.

El arquitecto, ahora, pasea por el Roverano no como un investigador, sino como custodio de un secreto inútil. Sabe que el pasaje es una doble puerta: una a Hipólito Yrigoyen, otra a la Avenida de Mayo, y una tercera, invisible y peligrosa, a los seis años perdidos de Buenos Aires. Un lapso al que solo se puede acceder con una vieja cámara de cuerda y una intención lo suficientemente pura y obsesiva como para romper el pulcro decoro del tiempo.

 

Dictamen de Producción Ejecutiva: Rechazo de la propuesta del Piloto de TV

«El Andamiaje de la Memoria» 

Motivo: Excesiva abstracción narrativa y enfoque críptico que compromete la finalidad promocional.

Fundamentos:

La propuesta para la serie promocional «El Andamiaje de la Memoria», destinada a destacar el histórico Pasaje Roverano con el arquitecto Néstor Larraya como guía, fue rechazada categóricamente por la Producción Ejecutiva. El veredicto principal apunta a su excesiva abstracción narrativa y enfoque enigmático, lo que anula su finalidad promocional.

1. Falla en el enfoque narrativo

El guion fue criticado por priorizar una «conspiración metafísica» sobre la promoción del patrimonio material (mármoles, bronces, vitrales).

  • Concepto central: La idea del Pasaje como una «pausa temporal» o «entreacto» donde lo inacabado «sigue sucediendo» se consideró demasiado abstracto.
  • Protagonista: La caracterización de Néstor Larraya como «custodio de un secreto inútil» que accede a una «tercera puerta, invisible y peligrosa» socava su autoridad y experticia profesional ante el público.
  • Complejidad: Conceptos como «andamiaje de la memoria» y «violación temporal» fueron juzgados demasiado intelectuales y enigmáticos para un público que busca historia y descripción tradicionales.

2. Inviabilidad del formato visual

El formato propuesto —un plano secuencia siguiendo a Larraya en un recorrido nocturno obsesivo— se declaró inviable por su inestabilidad:

  • Riesgo de fracaso: El relato postula que los intentos de filmación de Larraya fallan invariablemente (batería agotada, lente empañada), haciendo el formato inestable e inverificable.
  • Evidencia oculta: El clímax visual (desdoblamiento temporal y encuentros indefinidos) carece de valor informativo. Además, la evidencia fílmica intencionalmente «borrosa y amarillenta» es contraproducente para la promoción arquitectónica.

En conclusión, el proyecto fue considerado «excesivamente enigmático e intelectual» y no cumple con la necesidad de una comunicación promocional clara que ilustre cabalmente el patrimonio inadvertido.

 

3 COMENTARIOS

  1. Si algo es demasiado obscuro no incide en la emulsión fotográfica, al revés, si algo es demasiado luminoso la sátira velándola. Paradojas de la luz, si un extraterrestre nos observa desde la una la estrella más cercana seguramente vería dinosaurios.
    Moraleja: evitar la poesía en los proyectos gubernamentales.

  2. Estimado Waldo, gracias por tu comentario. En la ficción, la verosimilitud tiene un sitio ganado. La fricción que la verosimilitud ejerce sugiere que la poesía, innevitablemente, se convierte en moneda de cambio. Ojalá el extraterrestre que mira desde esa estrella cercana vea cómo los dinosaurios alzan la vista para ver los meteoritos que, como en los proyectos gubernamentales, sepultan toda esperanza en las paradojas de la ideología que todo lo vela.

  3. Notable el camino que nos invitas a recorrer en cada entrega de Fuga. Fuga en sí es una invitación a salirse de este mundo y entrar en otro cuya dimensión es mucho más amplia y rica en detalles porque describe, no juzga, no participa , no hay mano que escribe ni mente que busque convencer , es arte puro del que nos deja pasmados, por que se muestra verdadero , es la “datura inoxia” del universo de Castañeda, que por fantástico que nos pueda parecer, nos deja ese sabor de que el mundo sigue siendo un lugar misterioso que espera ser descubierto y redescubierto en pequeñas historias, sin importancia social pero monumentales en el ámbito de la sorpresa y el asombro..mis más sinceros deseos de continuidad para esta obra de admirable coherencia.

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