Por Gabriela Agustina Suárez.
Detrás de la persona que busca destruir la imagen del otro, que goza mintiendo o infiltrándose en entornos ajenos con tal de ejercer control, se esconde una estructura psíquica que la filosofía y el psicoanálisis han intentado descifrar desde distintos ángulos.
Freud llamó perversión a la inversión del deseo hacia el dominio y el sufrimiento ajeno; Lacan la describió como el goce que surge en quien se ubica en el lugar del amo, transformando al otro en simple objeto.
Pero más allá del lenguaje clínico, hay en la perversidad una dimensión moral y existencial que toca lo humano en su límite. El perverso no destruye porque odie, sino porque necesita que el otro exista para poder dañarlo; su identidad se construye en la manipulación, en la grieta que abre entre la apariencia y la verdad. Es un actor que vive del escenario social: su poder no nace de la fuerza, sino de la sugestión, del relato, del rumor que difunde. En el fondo, su objetivo no es poseer, sino ser mirado.
Hannah Arendt decía que el mal muchas veces se disfraza de banalidad, pero en su raíz hay fascinación por el poder de descomponer lo humano. La mentira se convierte así en instrumento de dominio: al alterar la percepción del otro, el perverso no solo manipula su imagen pública, sino que reescribe la realidad a su antojo. Nietzsche advirtió que quien lucha contra monstruos debe cuidar de no convertirse en uno; sin embargo, el perverso ya ha cruzado ese umbral. Encuentra placer en el desequilibrio, en ver cómo la estabilidad emocional o moral del otro se fragmenta bajo su influencia.
No busca amor ni aprobación, sino confirmación de su control. En cada gesto amable hay cálculo; en cada palabra, una trampa que mide la debilidad ajena. Lo inquietante es que esta figura no siempre se muestra monstruosa: puede ser encantadora, inteligente, incluso sensible. Su arma no es la brutalidad, sino la empatía fingida, ese poder de leer al otro solo para saber dónde herir.
Freud decía que el perverso es quien, en lugar de reprimir su pulsión, la organiza en torno al goce de transgredir. Y en tiempos donde la exposición y la imagen son moneda de valor, esta forma de perversión se multiplica: la calumnia, el rumor, la manipulación emocional se vuelven mecanismos de validación social.
El perverso necesita del daño ajeno para sentirse vivo, porque su propio vacío interior no le ofrece sostén. Disfruta del sufrimiento que provoca, no por sadismo puro, sino porque ese sufrimiento es su espejo: solo en el dolor del otro se reconoce. Tal vez lo más perturbador sea su indiferencia ante el remordimiento. A diferencia del culpable, que sufre por el daño que causa, el perverso solo siente cuando ve los efectos de su poder.
Es un canijo que se alimenta de la caída de los demás. Pero incluso allí hay fragilidad: su dominio depende del reconocimiento de los otros, su existencia se sostiene sobre un teatro perpetuo. Cuando el público deja de mirar, se derrumba.
La perversión, entonces, no es solo un acto moralmente reprobable, sino una forma de desesperación ontológica: la imposibilidad de habitar el mundo sin destruir lo que lo habita. En última instancia, quien goza viendo sufrir a los demás no busca su destrucción, sino la confirmación de su propia existencia. Y eso lo hace doblemente peligroso: porque su mal no es producto del odio, sino del vacío.

Excelente articulo, felicidades