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El silencio de la justicia

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Por Fernando M. Crivelli Posse. 

Donde la ley se detiene ante el poder, la República ha dejado de existir.
Juan Bautista Alberdi.

Hay momentos en la historia de un país en los que el ciudadano deja de sorprenderse. Cuando las causas por corrupción se archivan entre tecnicismos, cuando los poderosos son absueltos por prescripción y las pruebas se pierden entre montañas de expedientes, la indignación se vuelve rutina. En ese instante, la derrota moral de una Nación deja de ser un riesgo y se convierte en una realidad.

La Argentina vive atrapada en ese pantano. La justicia, que debería ser el último refugio del ciudadano, se ha convertido en una maquinaria de conveniencia: rápida para castigar al débil, lenta para juzgar al poderoso. En este país, la ley pesa según el bolsillo, la influencia o el cargo del acusado. El ciudadano común paga con su vida entera una falta menor, mientras el funcionario o empresario influyente compra tiempo hasta que el tiempo mismo lo absuelve. No hay fallo más cómodo que la prescripción ni juez más eficaz que el olvido.

Esa lentitud no es prudencia: es método. Es el modo más elegante de fabricar impunidad. Se invocan formalidades, se abusa de tecnicismos, se dilatan los procesos hasta que el delito se disuelve. Los tribunales se llenan de papeles, pero vacíos de coraje. Se habla en nombre del derecho, pero se actúa en nombre del miedo. Así, la justicia deja de ser balanza para convertirse en escudo del poder. Y cuando el poder controla al juez, el ciudadano deja de creer en el Estado.

La impunidad no destruye de golpe: desgasta, contamina, gotea sobre la conciencia colectiva. Cada causa archivada, cada funcionario que envejece sin condena, erosiona un poco más la fe pública. El ciudadano aprende que la ley no protege, que la decencia no sirve, que el esfuerzo no redime. Y entonces se resigna. Esa resignación —más que la corrupción misma— es la verdadera enfermedad moral de la Argentina. Porque un pueblo que deja de creer en la justicia, deja de creer en sí mismo.

El sistema judicial se presenta como garante de la República, pero en realidad la está vaciando desde dentro. Los expedientes eternos, los jueces que callan, los fiscales que esperan el momento político correcto para actuar: todo forma parte de un mecanismo que no busca la verdad, sino la conveniencia. La lentitud judicial se ha transformado en el arte de la impunidad. No hay error: hay cálculo. Y esa es la traición más profunda al ideal republicano.

Mientras tanto, el ciudadano observa cómo los corruptos dictan cátedra de moral, cómo los poderosos se refugian tras fueros y cómo los que roban al Estado se pasean impunes frente a un pueblo exhausto. Cada uno de esos gestos destruye la idea de comunidad y convierte la vida pública en un teatro de cinismo. En ese escenario, el esfuerzo pierde sentido, la honestidad se vuelve ingenuidad y la esperanza, una forma de locura.

Pero el problema no es solo jurídico: es moral. La justicia no se ha degradado por falta de leyes, sino por falta de virtud. Las instituciones se sostienen con coraje, no con códigos. La independencia judicial no se decreta: se ejerce con dignidad. Y la dignidad no depende del poder, sino del carácter. En la Argentina, esa fortaleza interior —esa virtud que los antiguos llamaban ethos— se ha erosionado. Los jueces temen más al ministro que a su conciencia; los políticos, más al escándalo que a la mentira; y el ciudadano, más a la verdad que al silencio.

Sin embargo, el camino de la reconstrucción no está cerrado. La salida no vendrá de una reforma judicial ni de una comisión de ética: vendrá de una revolución moral. Una que empiece en lo íntimo, en la conciencia de cada ciudadano que decide no rendirse al cinismo. Porque un país no se regenera con discursos, sino con ejemplo. La justicia volverá a ser posible cuando la virtud vuelva a ser exigencia, y no rareza.

La solución es, ante todo, ética y estoica. Requiere recuperar el valor del deber sobre el interés, de la verdad sobre la conveniencia, del sacrificio sobre la comodidad. El estoicismo enseña que la libertad no se conquista cuando todo sale bien, sino cuando el hombre actúa con rectitud incluso sabiendo que puede perder. Esa es la virtud que falta en nuestra dirigencia y, muchas veces, también en nosotros. El ciudadano que elige no mentir, aunque nadie lo vea; que cumple su deber, aunque no le convenga; que no se vende, aunque lo tienten, está reconstruyendo la República desde el silencio de su conciencia.

Porque la decadencia argentina no es solo institucional: es espiritual. Nos domina más la resignación que el poder de los corruptos. Nos paraliza más el “no se puede” que las leyes injustas. El enemigo no está solo en los despachos, sino en cada ciudadano que se acostumbra a la trampa, que calla ante la injusticia, que se convence de que “todos son iguales”. No: no todos lo son. La diferencia entre una Nación viva y una sociedad derrotada está en quienes deciden no resignarse.

Cuando la justicia calla, no se apaga un tribunal: se apaga la conciencia de un pueblo. Y cuando el pueblo se vuelve sordo ante esa ausencia, la República se disuelve en la nada. Pero aún late una esperanza, tenue pero obstinada, en cada argentino que mantiene la fe en la verdad. Ese latido —invisible y terco— es la última frontera de la dignidad nacional.

Por eso, el desafío no es solo político: es moral. La reconstrucción del país no empezará con un cambio de nombres, sino con un cambio de valores. Con ciudadanos que elijan la integridad aunque duela; que practiquen la decencia aunque nadie los premie; que exijan justicia no por venganza, sino por amor al orden. Porque sin virtud no hay República, y sin coraje no hay justicia.

El futuro de la Nación no depende de un fallo judicial, sino de un despertar de conciencia: de ese instante en que cada argentino diga “basta”, no desde el enojo, sino desde la responsabilidad. Cuando eso ocurra, la corrupción dejará de ser destino y volverá a ser delito. Y la Argentina —la verdadera, la moral, la que aún respira bajo los escombros— renacerá.

La justicia no es un trámite: es el pulso moral de un pueblo. No nace en los códigos, sino en el coraje; no habita en los tribunales, sino en las conciencias que se niegan a claudicar. Y mientras en esta tierra quede un solo ciudadano dispuesto a elegir la verdad por encima de la comodidad, a enfrentar la mentira sin cálculo ni recompensa, la República no estará perdida. Podrá tambalear, podrá sangrar, podrá parecer muerta, pero renacerá una y mil veces del fuego de quienes aún creen que la dignidad no se negocia.

Porque un pueblo que aún se indigna no está vencido: está vivo. Y mientras arda esa indignación justa —esa llama que no pide permiso ni perdón—, la justicia seguirá teniendo rostro humano y la patria, aunque herida, seguirá de pie.

Que Dios ilumine y guíe a quienes tienen el privilegio, el honor y la carga de servir a esta Nación, para que nunca olviden que el poder solo cobra sentido cuando se pone al servicio del pueblo. Y que sea ese mismo pueblo —con su voz firme, su memoria alerta y su esperanza indomable— quien mantenga encendida la llama que guía el destino de la patria.

Continuará…

2 COMENTARIOS

  1. Estimado fernando, en tus palabras veo lo que era argentina desde que nací, sin embargo algo de justicia hubo en esta última década; el segundo juicio oral contra cfk esta en curso, hoy condenaron al clan Cena en chaco, la tragedia de Once. Claro que es poco que no alcanza, pero nunca vi esto hasta ahora. Buena nota saludos

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