Por Tomás Anchorena.
No hay justicia donde el poder se vuelve su propio fin.
Cicerón.
Cicerón imaginó la república como un pacto moral. No era un conjunto de instituciones ni un esquema jurídico: era una comunidad de destino sostenida por la justicia. Res publica significaba “la cosa del pueblo”, pero no cualquier pueblo, aquel unido por la razón, la virtud y el derecho.
Cuando la justicia se disuelve —decía—, el Estado deja de ser república y se transforma en una banda de ladrones.
Dos mil años después, la Argentina parece haber entendido esa advertencia al revés. Tenemos leyes, tribunales, elecciones y congresos, pero carecemos del elemento invisible que da sentido a todo eso, la virtud pública. El país funciona como una maquinaria que gira sin alma, donde los engranajes del poder se mueven por inercia y el ruido reemplaza al sentido.
En la Argentina, la justicia dejó de ser principio para convertirse en instrumento. Las causas judiciales se abren o se archivan según el clima político, los jueces aparecen en chats y los fiscales se vuelven celebridades mediáticas. El derecho ya no actúa: performa. La república, que debería sostenerse sobre la confianza, sobrevive gracias a la resignación.
Cicerón habría visto en esto una tragedia moral, un Estado que invoca la legalidad pero ha perdido la legitimidad. Una ley injusta —decía— puede ser legal, pero nunca será moralmente válida.
Ese principio suena casi revolucionario hoy, cuando la corrupción no escandaliza sino que se naturaliza, cuando la desigualdad se administra en lugar de combatirse, cuando los discursos sobre la ética se pronuncian con cinismo profesional.
El poder se ha vuelto su propio relato. La política argentina ya no discute proyectos sino posiciones simbólicas: quién traiciona, quién resiste, quién encarna “al pueblo” y quién “al sistema”. El resultado es un Estado atrapado en su propio teatro, donde las instituciones funcionan como decorado. Lo republicano se recita, pero no se practica.
En la era de la imagen, la política mutó en entretenimiento. Los noticieros son talk shows, los debates son transmisiones en vivo, y los escándalos duran lo que un algoritmo considera rentable.
Ya nadie mira el informativo para informarse: se lo mira para indignarse o distraerse. El espacio público, aquel que Cicerón imaginó como lugar del logos y la deliberación, se transformó en una arena donde los gladiadores se insultan para mantener rating.
En este contexto, la palabra “virtud” suena anacrónica. La política se volvió administración de urgencias, gestión de la imagen, improvisación de crisis. No hay proyecto de república porque ya casi no hay creencia en el futuro. El voto, que debería ser un acto de confianza, se ha convertido en un gesto de defensa. Votamos no por esperanza, sino por miedo a algo peor.
La economía marca el pulso de lo político, pero debajo late algo más profundo: una crisis de moral colectiva. La evasión se celebra como astucia, la trampa como estrategia, la ilegalidad como supervivencia. El mérito perdió valor frente al contacto; la palabra frente al tuit. La ciudadanía se atomiza, el cinismo se vuelve norma. Cicerón llamaba a eso “la pérdida de virtud pública”: cuando cada uno deja de pensar en el bien común y se refugia en su propio interés.
Para el pensador romano, la justicia era el alma del cuerpo político, del mismo modo que el alma da vida al cuerpo humano. Sin ella, las leyes son letras muertas, y las instituciones, máscaras vacías.
Y eso es exactamente lo que somos hoy: un cuerpo institucional sin alma.
El discurso republicano ha sido vaciado por completo. Las palabras “democracia”, “transparencia” o “Estado de derecho” se pronuncian como si fueran conjunciones. Nadie las siente.
El poder se distribuye en redes de conveniencia, el Congreso legisla sin convicción y la justicia actúa con miedo o cálculo. En esta escenografía, el pueblo se volvió espectador.
La sociedad argentina vive un doble desencanto, con la política y con sí misma. Ya no espera redención, apenas supervivencia. Y sin embargo, incluso en medio de este escepticismo, algo persiste: una obstinación moral que no logra extinguirse. Está en el maestro que sigue enseñando sin recursos, en el médico que atiende sin insumos, en el ciudadano que cumple las reglas sin que nadie lo premie. Allí, en esos gestos pequeños, sobrevive el resto de república que aún tenemos.
Cicerón escribió que la virtud política era un deber hacia los dioses, los antepasados y las generaciones futuras. Tal vez hoy baste con cumplir con las futuras. Recuperar la república no implica reconstruir el pasado, sino reinventar el sentido de lo justo. Volver a creer que el Estado no es una estructura, sino un pacto moral. La política no como espectáculo, sino como responsabilidad.
La justicia no como consigna, sino como respiración común.
La república de los desencantados todavía puede renacer, pero no desde el poder: desde la ética invisible de quienes aún se niegan a participar del saqueo. Porque una república sin virtud es solo un escenario vacío. Y el alma de una nación —como diría Cicerón— no muere cuando cae su economía, sino cuando se extingue su conciencia.
